Regreso a la Aldea 

Regreso a la Aldea

Kinu. Narrador, enamoriscado de Kori.

En donde se narra lo que acaeció durante la alegre marcha de vuelta a la Aldea.

Ya en el camino, en la carrera caí al suelo. Me volvieron a brotar lágrimas en los ojos, lágrimas que me impedían ver a Kori con claridad, así que parpadeé y sonreí. Mientras las lágrimas descendían resbalando por mi mejilla. Sentía un mareo en la boca del estómago. Tenía el cuerpo cubierto de un sudor frío. Kori estaba en pie a mi lado. La miré, pero no puede oír sus pensamientos. Me ofreció la mano y me ayudó a levantar. Fui detrás de ella, temiendo perderla y perderme. Sorteando a los caminantes que me salían al paso, en la carrera estuve a punto de derribar a un anciano, que me increpó con gritos.

Al frente se veía, majestuosa, la cresta nevada de una de las muchas montañas que nos rodeaban, pero ni la excelsa belleza del entorno lograba mitigar el cansancio y la falta de oxígeno


Ahogándonos por la altura, seguimos corriendo, hasta que la noche nos envolvió en su silencio, pero en mi cabeza no dejé de escuchar voces y más voces, gritos y más gritos. Se repetían una y otra vez las mismas imágenes, fogonazos de los últimos acontecimientos vividos. El golpeteo del agua sobre las rocas se confundía con los latidos de nuestros corazones. A mi lado se recostó Kori, sobre la hierba cuajada de flores, su piel tostada, entre canela y miel, le daba una apariencia mágica a la luz de la luna, su dulzura y sus ganas de vivir lo impregnaba todo. Se me acercó y me miró a los ojos sonriendo. Y nos fuimos durmiendo.

Era sobrecogedor el silencio que habitaba en esas montañas.

Medio despiertos, esperamos durante un largo rato mientras se hacía de día. Ya se había consumido la leña de la hoguera, y apenas humea. La mañana me pareció preciosa con un cielo de un azul rabioso, parecía como si nada malo pudiera ocurrir bajo un cielo tan radiante. La noche me había serenado bastante, empezaba el primer día de una vida nueva. Todavía había riesgo, pero no inminente. Ignorábamos si podían seguirnos, pero no teníamos más remedio que descansar de vez en cuando para respirar y coger fuerzas. Nos consolaba pensar que no estaban en muy buenas condiciones los soldados del Inca para perseguirnos.

A media mañana comenzó a caer la nieve con más intensidad que nunca. Envolvimos las ojotas de cuero con lienzos de algodón para protegernos los pies de la nieve. Las ramas de los árboles, que se adentraban, por el peso de la nieve, en muchos puntos del camino, dificultaban nuestros pasos. Utuya decidió que nos detuviéramos para refugiarnos. El viento gélido nos hacía temblar hasta cuando nos acurrucamos, todos juntos, al abrigo de unas rocas. Nada haría que la nieve dejará de caer desde lo más alto del cielo, densa y parecía que inagotable. Cuando vimos que tendríamos que estar allí, tal vez hasta el día siguiente, preparamos parapetos que nos protegieran del viento con ramas y nieve. Conseguimos un refugio bastante confortable, pero frío, por muchas hojas que pusimos sobre la nieve del suelo, el frío nos llegaba y tiritábamos, fue un día y una noche horrible.

Al amanecer, la nieve se veía impoluta y virgen. Ni una sola pisada la mancillaba, nadie, ni persona ni animal, había dejado su huella. Impresionaba su belleza y soledad. Blancas nubes empezaban a subir, desde lo más profundo del valle, hasta detenerse en las cimas de los montes.

A lo lejos empezamos a escuchar el canto de un río, para cruzar encontramos una inestable pasarela de tablas y un trenzado de cuerdas como barandilla. Este puente se apoyaba sobre dos grandes estribos de piedras con fuertes y sólidos cimientos. En el fondo, a bastantes metros, rugía el río Apurimac. Nunca había visto un puente tan largo, no tendría menos de 200 pasos y el viento lo movía con fuerza. El puente atravesaba un precipicio de vértigo, que había construido, a lo largo de milenios, el río que ahora rugía en el fondo medio oculto por la vegetación. Una confusión de rocas rompían el río en mil pedazos, transformando el color verde, al blanco de la espuma.


Pese a la primera impresión nos resultó fácil cruzar el puente.

Habría sido más prudente no aventurarse por aquella zona, pero no conocíamos aquellos caminos. Nos acercamos a un lugar donde la senda se volvió casi impracticable, grandes rocas, desprendidas tal vez en el último terremoto, lo obstaculizan, también el camino desaparecía enterrado bajo montañas de tierra, deslizada por la lluvia. Ya había gente de las Aldeas cercanas reparándolo, pero todavía quedaba mucho trabajo por hacer.

Después de muchas noches, al calor de la hoguera, saqué mi ocarina y la música nos acompañó. Una estrella fugaz cruzó el firmamento, el viento creció, meciendo las copas de los árboles y avivando las brasas de la hoguera.

Entre comentarios y paradas para descansar, llegamos hasta el borde de un precipicio. Kori se apartó del grupo y se quedó contemplando el esplendor del valle; yo que pocas veces la perdía de vista, me acerque, nos sentamos en el borde del saliente rocoso, en silencio, los dos mirábamos las mismas maravillas, sentí que en el horizonte se cruzaban nuestras miradas y entonces cantaron los grillos, la tarde se pobló de sus mensajes: intensos, monótonos, obsesivos. Reclamos de un amor profundo. Yo siempre tenía el mismo pensamiento dando vueltas en mi cabeza, y susurré casi a su oído:

-Entonces, ¿me elegirás?

Ella me observó con una sonrisa y dijo:

-Por supuesto que lo haré. Estoy decidida. Pero tendremos que esperar y todavía ser muy cuidadosos, ¿entiendes?

-Lo comprendo

Kori permaneció inmóvil frente a mí, sus contornos se desdibujan a la tenue luz de la hoguera. Sin dejar de mirarla a los ojos, fui acercando mi mano hasta tomar la suya. Permanecimos callados un rato, hasta que ella dijo poniéndose de pie:

-Tenemos que dormir.

Después de una noche intranquila, comenzó un nuevo día.

-Mirad el mar - exclamó Kurmi alborozada.

Yo solo veía que terminaba el verde y empezaba el azul de cielo, pero ella insistía:

-Se ve en el horizonte una franja blanca, será la arena, luego el azul intenso del mar y el azul más claro del cielo.

Ante su insistencia empezamos a intuir que allí estaba el mar, y llenos de alegría apresuramos la marcha entre gritos y canciones.

Al tomar una de las infinitas curvas de camino nos topamos con un hombre tendido en el suelo.

-Es un Chasqui -afirmó Kori, al ver su penacho de plumas.

Nos acercamos, y Mullu lo estudió despacio. Tendría como él unos veinte años. Vimos sus heridas sangrantes, tenía la cara contraída por el dolor y varios zarpazos en brazos y piernas. El herido abrió los ojos, gimió débilmente, pidiendo agua y con dificultad nos dijo:

-Me ha atacado un jaguar. Mucha hambre debía tener para salir a cazar en pleno día. Yo me he defendido. Pero solo al oír el alboroto de vuestra llegada se ha asustado y marchado.


Nosotros ni lo sabíamos ni lo queríamos, pero habíamos salvado a aquel muchacho.

-Inti me ha protegido - repetía el Chasqui malherido.

Estas cosas de vez en cuando suceden, si hubiéramos llegado un tiempo después o, hubiéramos caminado en silencio como muchas veces hacíamos, solo habríamos encontrado un cadáver. Casualidad o protección.

Amaya preparó un remedio que le puso sobre las heridas y las cubrió con cuidado. Con una manta y dos ramas preparamos una litera para llevarlo hasta un Tambo, que nos había mencionado que estaba muy cerca.

En el Tambo nos recibieron como a héroes, al ver lo que habíamos hecho. El Jefe nos invitó a entrar en el cobertizo de los. Los brillantes y profundos de varios cuyes, destacaban en la oscura penumbra de la habitación. Nos dio comida y cobijo. Nos agradeció los que habíamos hecho sin querer y queriendo: salvar y transportar al Chasqui herido

Al llegar la noche, al calor de la hoguera, comimos como no lo habíamos hecho en los últimos días, ya se nos habían casi agotado las provisiones y solo teníamos raíces, huevos de pájaros y algunas ranas. En la conversación Kurmi recordó:

-En el camino hemos visto en la lejanía el mar.

-Por supuesto - afirmó uno de los Chasquis que dijo llamarse Lariku, un joven con la piel curtida por el sol de la montaña y los labios agrietados - Muchas veces yo lo he visto. Cuando el día es muy claro y el sol se acerca al atardecer, se le puede ver. Yo soy de un pueblo de pescadores y sigo teniendo añoranza del murmullo de las olas, de los atardeceres y del olor del pescado fresco asándose en las brasas. Pienso volver pues también hay una muchacha que espero que me espere.

¿Y Lariku, cómo has llegado a este Tambo?- Kurmi quiso alargar tan agradable velada.

-¿Pero no llegan a vuestra Aldea los soldados del Inca para reclutar jóvenes?

Con rapidez intervino Qalani para evitar indiscreciones.

-A nuestra Aldea solo van a exigirnos alimentos.

-Pues a la nuestra - continuó Lariku- todos los años llegan a seleccionar a jóvenes y los traen a los Tambos donde los entrenan. Yo seguro que volveré a mi pueblo, pero la mayoría se quedan en los Tambos como ayudantes del Encargado.

-¿Pero en el Tambo hay cosas que hacer?

-Por supuesto. Lo primero es marchar llevando y trayendo la información hasta el siguiente Tambo, pero aquí también hay mucho trabajo. Ahora dos de nosotros han ido a un Tambo cerca del mar para traer sal y pescado seco, otros están en las Aldeas cercanas trayendo los alimentos y ropa que se guardaran en los depósitos hasta que sea necesario repartirlos, si hay una época de carestía. También nos habló de la Puya esa planta que puede llegar a medir entre 6 a 10 metros de alto y florece una vez cada siglo.


Y así, en tan agradable compañía nos fuimos durmiendo. No puedo decir en qué momento abandoné esta realidad para trotar por el mundo de mis sueños, pero fueron agradables.

Al amanecer el Jefe nos preparó una comida especial, mandó poner al fuego una gran cazuela para cocer maíz y papas, también le echaron trozos de carne de cuy y de llama. Fue una comida abundante y sustanciosa que nuestros estómagos agradecieron.

También nos suministró alimentos para el viaje.

-Aunque todo está rigurosamente controlado, ya me apañaré para que no se note en la próxima inspección.

Y nos explicó:

-El camino os llevará hasta el fondo del valle, durante un tiempo iréis bordeando el río Apurimac. Hasta llegar a una bifurcación, allí tomar el camino de la derecha, aunque no os lleve directo al mar, os llevará hacia el norte antes de encaminaros hacia el mar. He mandado al siguiente Tambo información de vuestra llegada con Lariku, que acaba de salir con ese destino. Allí el Encargado es amigo y os tratará como merecéis.

Esta vez emprendimos la marcha con un nuevo ánimo, la brisa fue haciéndose más cálida, a medida que avanzaba perezoso el día y todo fue como nos había dicho. Al atardecer llegábamos al Tambo, donde nos recibieron con las mismas muestras de agradecimiento. Casi siempre compensa hacer el bien.

Al día siguiente, el Jefe nos dijo que lo mejor sería que no paráramos en el siguiente Tambo, pues el encargado era hombre muy riguroso y hasta quisquilloso, y nos haría preguntas que tal vez no quisiéramos responder. Algo sospechaba sobre nuestro viaje y lo cierto es que no podíamos responder con la verdad, si nos preguntaban el porqué del viaje, de dónde veníamos y menos aún a qué Aldea íbamos. Serían pista para nuestros posibles perseguidores.

No quiero terminar mi relato sin mencionar a Veloz, mi perro, que me acompañó hasta el Cusco y de vuelta. Cuando todavía era un cachorro empezó a seguirme. En la Aldea siempre había varios grupos de perros que deambulaban libremente por todas partes y a veces se enzarzaban en ruidosas peleas. Pero a este perrito yo siempre lo tenía cerca, muchas veces se acurrucaba entre mis piernas o me acompañaba allá donde fuera.


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