Nos adentramos por la sierra 

Camino del Cusco

Qalani (Mujer enérgica): Narradora

En el que se hace relación del viaje desde el Tambo Colorado al Cusco, con las dificultades que supone el frío y la altitud.

Nada nos retenía en el Tambo Colorado, en el bullicio de la gente, nos arrimamos a una caravana que se dirigía al Cusco, para celebrar la fiesta del Inti Raymi, al ser un grupo numeroso, nosotros podíamos pasar desapercibidos.

Uno de ellos, después de mirarnos con burla, nos amonesta:

- ¿Solo con esa ropa pensáis ir? Así que poco aguantaréis. Sentiréis un frío como nunca en vuestra vida, vosotros lleváis ropa para el desierto, no para la montaña y menos para estas cumbres.

Amablemente nos acompañó a comprar mantas y ponchos de lana, nuestra ropa era de algodón bastante liviano y necesitaríamos ropa de lana de alpaca, gruesa y caliente. También nos animó a comprar coca pues la necesitamos para tolerar la dureza del camino y el cansancio.


Y siguiendo esos y otros consejos, nos pusimos de nuevo en marcha.

Varias jornadas después, a media mañana, comenzó a caernos una lluvia fina que enseguida nos dejó calados, pero seguimos adelante con más determinación, andando sobre una tierra que se había convertido en barro. Hasta que la pendiente se suavizó, como si hubiéramos llegado a una cima, pero siguió lloviznando con una lluvia persistente, una lluvia que amenazaba con volverse eterna. Al borde del camino los árboles brillaban a la mortecina luz del mediodía, algunos conservaban las últimas hojas, casi muertas, en las ramas, otros estaban ya totalmente desnudos.

Comencé a escuchar un murmullo constante y desconocido, al voltear una curva del camino vimos que era agua que se precipitaba espumeando toda la pared. Surgía a media ladera de la montaña, el agua tal vez había horadado el monte, y surgía con violencia por varios lugares desde donde se precipitaba al vacío. Agua golpeada por agua en la caída interminable de la cascada. Varios metros más abajo se formaba una corriente de aguas cristalinas, la ladera repleta de colores, piedras de distintos metales, que brillaban reflejando la luz filtrada por la neblina.


Desde las cumbres el río avanzaba, con incesante furia, a través de profundos barrancos, quebradas y tajos. Un tosco puente nos dejaba cruzar el riachuelo. Envueltos en el canto de las ranas, el piar de los pájaros, y contemplando las orquídeas colgando de los árboles, no podemos olvidar el peligro en que siempre estamos. Unos pájaros trinaban en la distancia, tal vez anunciando nuestra llegada. Me acordé de Kori, Ururi y Kurmi aunque también podría decir que siempre las tenía en mi pensamiento.

Sé que conseguirán escapar. No son las primeras mujeres decididas que conozco, pero tal vez en esta ocasión necesitarán de nuestra ayuda.

La caravana se detenía cada atardecer en un Tambo, no llevaban prisa pues tenían calculado el itinerario para llegar con tiempo al Cuzco y celebrar la fiesta. Nosotros teníamos otra prioridad, deberíamos avanzar lo más rápidamente posible, si queríamos alcanzar a nuestras hermanas antes de que llegaran al Cuzco, pues pensábamos que una vez estuviéramos en la ciudad, sería mucho más difícil rescatarlas. Por eso, sin calcular bien los riesgos, decidimos aligerar la marcha, aunque el camino era desconocido.

En muchos lugares encontrábamos montoncitos de varias piedras, cinco o seis, colocadas unas sobre otras. Eran oraciones de anteriores viajeros, en algunos nosotros también añadimos unas piedras, uniéndonos a esas oraciones.


Montaña de oraciones
Montaña de oraciones

Varias horas después de haber dejado atrás un Tambo, nos alcanzó la noche con el cielo cubierto de nubes. Aquella noche nos detuvimos en una cueva, encendimos una fogata. El aire se llenó de humo. Entró Utuya se detuvo un momento en medio de aquella niebla, buscando con los ojos, hasta que decidió avanzar hasta donde estamos, se sentó junto al fuego y nos miró.

¿No sé si hemos hecho bien abandonando la caravana? -nos confió temerosa.

Todos callamos comprendiendo su preocupación, mientras una lluvia constante regaba la tierra y hacía crecer los ríos que le daban vida, sentimos la presencia de varios pumas que merodeaban a nuestro alrededor. Muchas veces habíamos tenido que vérnosla con pumas, pero en esta ocasión era distinto, nunca se nos habían acercado tanto y en la oscuridad que es cuando ellos salían a cazar y en un lugar que nosotros desconocemos.

Había ya luz del día cuando un ruido me despertó, a mi alrededor se acurrucaban mis compañeros, arrebujados en las mantas, que malamente nos protegían del frío de aquella cueva, donde nos habíamos refugiado.

- Ya me he despertado -Le susurré a Utuya que estaba a mi lado.

- Me he dado cuenta.

- Bueno ... ¿Y ahora qué?

Utuya me miró sin verme, sacudió la cabeza de tal manera que su larga cabellera revolotea en torno a sus hombros. Sus pensamientos estaban en otra parte (¿Qué sería de su hija?), se levantó y anduvo unos pasos hacia la puerta de la cueva, permaneció inmóvil contemplando la salida de sol. Luego regresó lentamente hacia nosotros, soltó a los perros y me indicó que la siguiera. A nosotras dos se fueron uniendo otros que ya estaban despiertos, y salimos de la cueva. La lluvia me golpeó la cara, pero continué adelante tras los demás. De los pumas no había ni rastro, pero si había señales de su presencia, restos de una vicuña esparcidos entre los matorrales. Habían estado muy cerca, pero les resultó más fácil cazar esa vicuña, que molestarnos a nosotros.


Pumas
Pumas

-Si te encuentras con pumas -comentó Amaya- ¿Sabes lo que tienes que hacer?

-Subirte a un árbol -se defendió con gracia Mullu- y además lo más rápido que puedas.

-Así lo más probable es que te destroce - siguió atacando Amaya - pues por muy rápido que corras, él te alcanzará. Lo que hay que hacer es detenerse y abrir los brazos, vocear, tirarle lo que tengas en las manos. Pero nunca salir corriendo y, menos todavía, agacharse para coger una piedra, pues pensaría que tienes cuatro patas y te convertirías, para él, en una presa más y te atacaría.

-Yo prefiero - confesé convencida- no tener que enfrentarme a ningún puma. Se les ve demasiado peligrosos.

Ante esta ocurrencia algunos sonrieron.

Volvimos a la cueva y después de comer algunas cosas: charqui, (carne seca en tiras), fruta y alguna raíz de yuca, nos volvimos a poner en camino. Sobre la tierra embarrada apenas se distinguía el sendero.

Salimos desafiando un frío intenso que nos sonrojaba la cara y convertía en humo nuestra respiración. El camino discurre paralelo al cauce de un río, aunque a veces, hileras de piedras hacían de puente a la otra ribera. Me detuve contemplando el arroyo que avanzaba sinuoso, ocultándose a veces, en la frondosa vegetación de las riberas, enseguida retome la marcha con paso decidido. Avanzamos por un sendero, hasta que de repente, el camino comenzó a ascender hasta la cima de otro monte. Avanzamos por una abrupta pendiente agarrándonos, en los matorrales. Ya teníamos los brazos y las piernas llenas de moratones, arañazos y heridas. Llegamos a la cima resoplando y con los pulmones doloridos por el frío. En medio de la niebla solo pude ver el primer tramo de una escalera en bajada, con un desnivel preocupante. Cualquier resbalón sería fatal. Aunque todos éramos conscientes del peligro no faltó quien gritaba de vez en cuando.

-¡Cuidado! ¡Atención!.

Fue una jornada llena de sobresaltos y con la sensación, difusa de inutilidad, ¡Poco habíamos avanzado! Mucho antes que la puesta del sol, comenzaron a hacerse las sombras entre las montañas, era una situación extraña a la que tendríamos que habituarnos. Debajo de un gran árbol nos sentamos para comer y vimos una gruta donde mal que bien nos acomodaríamos para pasar la noche. Una noche muy larga.

Por fin amaneció. Avanzaba la aurora y retrocedía lentamente la oscuridad, necesitábamos el calor del sol, estábamos ateridos y temblorosos. Ante nuestros ojos, una vez más, se desplegaba la belleza impresionante de una naturaleza virgen. Sobre el cielo se elevaba majestuoso un cóndor, y se levantó un viento susurrante entre las ramas altas de los árboles. El sol brillaba proyectando largas sombras aunque desprendiendo poco calor, en aquella mañana invernal de frío penetrante.

De repente se terminaron los árboles y un paisaje desolado de colinas, sin vegetación, de color ocre y picos grisáceos ocupó todo el panorama. Un viento gélido y polvoriento se adueñó de todo. Nuestro grupo se estremeció, avanzando entre el polvo reseco, que se introducía en la garganta, oídos y ojos. Tosiendo, escupiendo y lagrimeando en medio de aquel vendaval que nos acompañaría durante días de sufrimiento y desolación. Sentía un dolor punzante en la cabeza, me zumbaban los oídos. ¿Qué podía hacer?, solo seguir adelante, pasara lo que pasase debíamos llegar hasta el Cusco.

Hubo muchos momentos de soledad, sobre todo cuando el grupo se esparcía a lo largo del estrecho sendero, con la pared de la montaña a la izquierda y el acantilado a la derecha.

Yo en esa ocasión avanzaba la tercera de la fila y en algún recodo, podía ver a los que me seguían, dispersos a lo largo del sendero, algunos en parejas pero la mayoría en solitario. Cada cierto tiempo el que avanzaba en primer lugar se detenía, y poco a poco nos volvíamos a reagrupar.

Por la tarde formábamos un solo grupo, pues el camino se ensanchaba y llaneaba bordeando el acantilado.

-¡Mirad, qué maravilla! - gritó admirada Amaya.


Señalaba a nuestra derecha donde una pequeña laguna, reflejaba las nubes del cielo. Un grupo de flamencos llenaban de una belleza inexplicable el atardecer. Los flamencos siguieron danzando, en las orillas de la laguna, cuando nos alejamos cuesta arriba. Por mucho que nos esforzamos nunca llegamos a alcanzar al grupo de soldados. Pero por fin, conseguimos llegar al Cusco.


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