
Los soldados del Inca
Camino al Cusco, 1511. Los soldados del Inca
Kori (Mujer de gran sensatez): narradora
En el que se hace relación de los acontecimientos sucedidos en la aldea que motivaron el secuestro de tres jóvenes.
Aquella mañana desperté con un humor raro, por la noche había sentido un dolor intenso cerca del ombligo, no me dejó dormir bien, tal vez se me acercaba la Kamachina, mi madre me había hablado de ese momento, en el que dejaría el mundo de las niñas para entrar en el de las mujeres ¿No sería ese el motivo?, pero necesitaba correr y gritar, una punzada de desasosiego me tenía nerviosa, con una tensión extraña.
Nuestra casa, con el suelo repisado de tierra, era bastante grande. Varias estancias rodeando un gran patio: el taller de la alfarería con el horno y los estantes atiborrados de vasijas, la habitación de mis padres y las habitaciones de los hijos. En la estancia de mi madre ya se empezaban a oír ruidos, aunque el silencio era total en las demás habitaciones. Cuando, aun adormilada, apenas estaba encendiendo el horno, me saludó mi madre, saliendo al patio:
-¿Qué te pasa, Kori?, ya estás trabajando.
-Si, esta mañana me iré con las demás a por arcilla -le explique excitada.
Mi madre me miró entre sorprendida e intrigada
-Pero a qué tantas prisas, si tenemos arcilla suficiente.
-Si, pero necesito respirar un poco, no sé lo que me pasa: estoy muy intranquila.
-Bueno, hija, haz lo que quieras.
Salí de la casa, las calles estaban desiertas aunque ya empezaban a despertarse el rumor propio de los talleres. Varios perros me acompañaban, me encaminé a casa de mi amiga Ururi (lucero de la mañana) y al entrar en su patio me recibió el alboroto de los pájaros que daban la bienvenida al nuevo día, yo seguía nerviosa, extraña. Cuando se levantó Ururi nos fuimos en busca de las demás niñas y nos pusimos en camino hacia la cascada de los Guacamayos. Todo estaba en calma, el viento apenas removía las hojas de los árboles, en los que piaban los pájaros multicolores.

A media mañana llegamos al acantilado, río arriba junto a las cascadas, allí recogemos la arcilla, rodeadas de guacamayos que con gran alboroto comían el barro, lo necesitaban para comer algunas frutas que con la arcilla dejaban de ser venenosas.
Junto al río, se extendía un prado cuajado de flores, al acercarme una ligera brisa meció, con movimiento ondulante, la superficie florida. Continué caminando hasta las piedras, que bordean el torrente, y que se abría paso espumeando en una pequeña cascada. Me desnudé y me acosté de espaldas en el agua de la orilla, cerré los ojos y sentí el burbujear del agua por todo mi cuerpo. Permanecí tendida viendo los árboles, escuchando el trinar de los pájaros y sintiendo el vuelo de las mariposas.
La Pachamama me acariciaba y yo me sentía feliz viendo como el agua se empezaba a ensangrentar a mi alrededor.
Cuando llegaron las demás y se rompió con sus gritos el hechizo. Sin decirle nada a nadie, me vestí y seguimos la marcha y al llegar al remanso de la Aldea, atamos a la sombra del algarrobo a las llamas, que cargaban las bolas de arcilla que habíamos traído. Y nos metimos en el agua para limpiarnos y jugar, todo en nosotras declaraba la pura alegría de vivir, saltos y cabriolas alborotaban a los peces que huían a esconderse entre las rocas. El agua del río se amansaba en la curva y su sonido era muy débil, apenas un murmullo.
- Kori, mira, ¿Quiénes son esos? -gritó asustada Ururi.
Desde el río vimos aparecer, por la cumbre del Saraque, unos hombres; por sus vestiduras sospechamos que solo podían ser soldados del Inca. Avanzan silenciosos y en la cumbre se detuvieron esperando a los demás, luego la comitiva empezó a descender hacia nuestra Aldea.
Nosotras corrimos, olvidando a las llamas y la arcilla, nuestros gritos de alarma llenaban el aire.
La Aldea se movilizó, las Madres se acercaron a la alfarería donde estaba trabajando la MAMA-COYA Sisa que salió precipitadamente de su taller.
Los soldados del Inca se unieron al tumulto, lanzando al aire sus gritos de guerra mientras bajaban las cuesta, pero cuando vieron que nosotros no representamos ningún peligro, cesaron de repente y todo quedó en un silencio que solo rompía el rumor de los pájaros. Un silencio cargado de tensión enmudeció a la Aldea, pues no era la primera vez que nos visitaban, y siempre nos causaban desgracias, ¿Cuál sería esta vez?
La entrada del Jefe, un sujeto serio que marchaba muy erguido y con determinación, no presagiaba nada bueno. Se encaramó en el templo, y se dirigió a nosotros plantado junto a nuestra Kala, se presentó con prepotencia y alardes de autoridad:
-Poneos de rodillas -nos gritaban los soldados- estáis en presencia de los Ojos y la Boca del Inca.
Por supuesto que nos negamos y fue nuestra MAMA-COYA la que se enfrentó a él, intentando apaciguar sus exigencias, pues sabíamos que según su costumbre, respetarán nuestra tradición.
Aceptarían que no nos arrodillásemos ante nadie y no profanaran nuestro templo, únicamente nos pedirán que, sobre nuestras creencias, aceptemos a Inti como el dios supremo y al Inca como el hijo de Inti. Esto último es lo que tenía más consecuencias en nuestra vida. El Inca nos exigía tributos.
Junto a los soldados caminaban unas cuantas jóvenes, que por sus gestos y actitud, mostraban que eran cautivas. Así descubrimos porque nos visitaban en esta ocasión: debían elegir unas cuantas jóvenes para llevarlas al Inca y ser educadas como Vírgenes del Sol, Ñustas. Así podrían ser esposas secundarias del Inca, o entregarlas como esposas a los jefes locales, como premios a la lealtad, por eso tenían que ser jóvenes y por supuesto, de una belleza sobresaliente.
Cuando iban a elegir a quienes se llevarían, mi madre nos deformó el rostro con arcilla a todas las jóvenes, pero cuando nos divisó el Jefe, dijo con voz irritada:
- ¿Eso es lo que se os ocurre? Pues ahora, todas os meteréis en el río.
Los soldados nos empujaban, de malos modos, hasta el arroyo.
- Quiero veros a todas totalmente desnudas - gritó un soldado - Meteos en el agua y limpiaros bien.
Algunas empezaron a llorar cuando los soldados les arrebataron la ropa sin miramientos, o más bien con miradas lujuriosas. Todas nos lanzamos al agua para cubrir nuestros cuerpos desnudos y removiendo la arena enturbiamos el agua para que el Virú nos protegiera.
Como castigo, nos hizo salir del río y nos llevaron desnudas ante el Jefe para que escogiera. Nos tapábamos con las manos, pero los soldados nos empujaban con saña.
De nuestra Aldea raptaron solo a tres. Una niña pequeña llamada Kurmi (Brillante Arco Iris) comenzó a llorar. Ururi (Lucero de la mañana) una joven de mi edad y yo. Ante el llanto de Kurmi quisimos consolarla.
- Kurmi, no llores, nosotras te protegeremos.
Pero ella no se dejaba consolar, pues veía que nosotras tampoco podíamos hacer nada; es más estábamos llenas de miedo y bajo una apariencia de fortaleza, temblamos ante lo que nos espera y desconocemos.
Como tributo también exigieron a la Aldea, seis llamas de las más fuertes, además cada una cargada con maíz, papas y yuca.
Cuando al día siguiente se pusieron en marcha, y a las tres no reunieron con las jóvenes que llevaban de las otras Aldeas, se me acercó mi madre y sigilosamente me aseguró:
-Os liberaremos. Te lo prometo Kori.
Esas palabras resonaron en mi memoria, jornada tras jornada, en los 34 días que duró el camino hasta el Cusco. Cogí uno de los adornos que llevaba en mi muñeca y lo utilicé como cuenta días -cada amanecer hacía un nudo- fue mi Kipu personal.
Avanzamos por una zona desértica con extensas dunas, en las márgenes del camino había grandes árboles que ofrecían sombra, y en las zonas de dunas móviles, el sendero estaba protegido por muros de adobe. Era un camino muy bien cuidado, llamado el Camino de la Costa que partía desde El Cusco y bajaba hasta el mar a la altura de Nazca. De allí se prolongaba hacia el norte, hasta Tumbes llegando a la ciudad de Quito. De vez en cuando nos cruzábamos con otras comitivas. Nosotras íbamos atadas y caminábamos todas juntas. Veía como cada paso nos alejamos de los nuestros. Ururi seguía cada vez más preocupada, mientras que Kurmi en su juventud, se iba animando, conversando con las otras niñas de su edad. Llegamos al final de la jornada a un Tambo, donde nos alojaron y nos dieron de comer, después de tantas horas de caminata y tristeza.

Por la noche el Jefe del Tambo nos explicó que eran los albergues del camino y también funcionaban como centros de almacenamiento de alimentos, algodón u otros materiales básicos para la supervivencia. De este modo, en épocas de desastres naturales, los Tambos alimentaban y proveían de algunos materiales a las Aldeas más cercanas.
Era una especie de seguro catastrófico que la administración inca había creado para su gente. Los Tambos se repartían cada 20 o 30 kilómetros, una jornada de marcha de un Chasqui.
Cuando nos dejaron, quedé tendida boca arriba sobre la paja, no podía dormir. Busqué estrellas, mirando hacia arriba, pero no había ninguna, mantuve los ojos abiertos. Pensando en mi madre, en las gentes de mi Aldea y en Kinu y casi se me llenaron los ojos de lágrimas. A mi lado, Ururi se agitaba, tal vez soñando, entre gemidos, o simplemente estaba desvelada como yo. Se giró hacia mí y temblorosa me susurró
-¿Kori, estás despierta? - Yo abrí los ojos y la miré, esperando- Tenemos que huir.
Entonces la abracé y me abrazó.
-Ururi, -le susurré al oído- tenemos que esperar a una buena ocasión, ahora estamos atadas y encerradas. Todavía no hemos visto a los que ha enviado nuestra MAMA-COYA. Ellos nos librarán.
-Pero, Kori, no ves que cada vez nos alejamos más - Se quejó, su voz reflejaba impotencia y miedo.
-No te preocupes Ururi, estamos juntas, verás cómo escapamos antes de que nos hagan ningún daño.
Entre sollozos, nos fuimos durmiendo por el cansancio.
La amanecida nos encontró abrazadas. Comenzábamos una nueva jornada de camino, y así en días soleados y otros nublados, íbamos avanzando hacia nuestro destino.
Después de una jornada especialmente fatigosa, varias tormentas oscurecieron el cielo y nos acompañaron a lo largo del día, llegamos al Tambo Huacho cuando empezaba a anochecer y entre las nubes rojas aún brillaba el sol ya casi en el horizonte.
El Tambo Huacho me pareció mucho más grande que los anteriores, no era solo el almacén de víveres y las viviendas del encargado y los Chasquis; sino que además estaba rodeado por las chozas de una guarnición de soldados y un poblado de pescadores.
Cuando llegamos la guarnición la formaban muy pocos soldados, la mayoría habían salido a pueblos cercanos, para sofocar brotes de rebelión que, como en otras muchas ocasiones, incendiaban la zona. El poblado se dilata rodeando al puerto. Los pescadores salían y entraban del muelle, dejaban cestas con peces para poner a salar, un penetrante olor a salitre y peces muertos impregnaba el ambiente. Son muchos los que tenían la nariz o las orejas cortadas, por algún castigo.
Por las callejuelas de la Aldea nos encontramos con un tremendo alboroto. Uno de los pescadores era acusado de robar y la multitud lo llevaba entre empujones a la choza del Jefe. Yo estaba bastante cerca cuando salió a recibir al tumulto. El Jefe era un sujeto alto y mal encarado, me pareció que no veía por los dos ojos, el derecho lo tenía inmóvil, y una herida cruzaba su cara desde la ceja a la boca, era la señal de una batalla, de un golpe recio; también se movía con dificultad.
Los lugareños, entre gritos, acusaban a uno de ellos, de robar un saco de sal del Tambo, y lo empujaban en actitud hostil, pero él lo negaba con vehemencia.
La multitud es inhumana por naturaleza, gente que de una en una son personas, se convierten en manada aullante cuando son multitud.
El Jefe mandó llamar al encargado del Tambo, cuando llegó le dijo:
-Investiga con rapidez, si ha desaparecido algún saco de sal del almacén.
El encargado consultó las existencias y los datos del Quipu y pudo afirmar que era cierta la información.
El acusado por tanto había cometido dos delitos. Robar y mentir los más graves para los incas, además seguía asegurando que era inocente. Solo correspondía hacer una investigación que el Jefe encargó a dos soldados. Cuando encontraron en la choza del acusado un saco de sal, no fue difícil llegar a una conclusión y sentencia: culpable.
Y en medio de los alojamientos militares, lo ajusticiaron en presencia de todos los pescadores para escarmiento.
Nos detuvimos dos días en aquel Tambo, luego seguimos el camino, rumbo al sur, hasta llegar al Tambo Colorado.

Se sucedieron muchas jornadas de fatiga y miedo, nunca me había sentido tan cansada, además nos alejamos de nuestra Aldea y de nuestra gente. Caminatas y descansos, subiendo riscos y cruzando riachuelos, entre los gritos y empellones de los soldados cuando alguna caía al suelo por agotamiento. Todos mis recuerdos del viaje son dolorosos.