
Llegada a la ciudad del Cusco
Ciudad del Cusco
Kori: Narradora
Kori narra cómo fueron recibidas en el Cusco y de la manera de vivir de las Vírgenes del Sol.
Después de cruzar el río y subir los terraplenes de la ribera, el camino entraba en lo que parecía un campamento, con callejas de tierra y chozas provisionales. La caravana se encaminó a la ciudad. Después de dejar atrás las primeras casas, muy parecidas a las de nuestra Aldea, continuamos caminando cerca de media hora, -calculé-, durante la cual avanzamos a través de calles abarrotadas.

En ambos lados de las avenidas se extendían tenderetes con toda clase de tejidos y alfarería, más adelante una gran plaza acogía las tiendas de pescado seco, carne, verduras y frutas. Los compradores pululaban luciendo sus multicolores vestidos de fiesta. Por todas las calles se desparramaba la gente y menudeaban los gritos.
A medida que transcurría el tiempo, fui descubriendo las miradas sorprendidas de los viandantes, algunas gentes nos rodean acercándose con curiosidad. El grupo de soldados rodeaba a las quince jóvenes, mientras cruzábamos lentamente la ciudad.
¡A nosotras nos miraban!.
Unos nubarrones bajos y oscuros cubrieron el cielo, amenazando con descargar agua, un viento constante y fuerte los impulsaba.
Observaba por sus callejuelas gentes de todas las regiones, de todas las Aldeas del Imperio. Escuchaba el ruido de los pies descalzos o de las sandalias, el golpe seco de las pezuñas de las llamas sobre las piedras de la plaza, el sonido ronco de las caracolas que proclamaban la llegada de algún personaje, las voces de la multitud, los gritos alborozados de los niños.
Hasta que llegamos al centro de la ciudad, donde estaban los palacios deslumbrantes, con planchas de oro laminado que colgaban de salientes de las paredes, los muros construidos con inmensas rocas vitrificadas.
Junto de la plaza se alzaba el Koricancha, la fachada con bloques de granito tallado y oro fundido en las junturas de los bloques y también los palacios de los Incas. Entre ellos se sitúa la Casa de Las Vírgenes del Sol.
Allí nos esperaban

En la amplia sala donde nos llevaron, ya había unas cuantas jóvenes que habían llegado en caravanas de otras zonas del Imperio. No podía comprender lo que sucedía ante nuestros ojos, bueno sí podía, pero no quería, era demasiado cruel el modo en que nos trataban algunas de las mujeres que nos recibieron, gritos y malos tratos. Nosotras tres formábamos un abrazo protector que casi nos aislaba de tanta crueldad. A empujones nos situaron en las esterillas donde cada una descansaría.
-¿Tú quién eres? - me ladró con furia una de ellas.
Comencé a descubrir que con frecuencia me preguntaban esa cuestión. El que la gente no me conociera, me llenaba de turbación y desasosiego, como si perdiera un anclaje de seguridad. Desde que nací, todos a mi alrededor, sabían quién era y que era la sucesora de la MAMA-COYA
Al rato nos llevaron comida al sitio de cada una, era como si la esterilla fuera el terreno del que no podíamos salir. Así nos tuvieron varios días, teníamos que pedir permiso para salir de nuestra jaula simbólica, cada vez que lo necesitamos. No nos podíamos comunicar ni mucho menos abrazar, aunque veía a Ururi y Kurmi muy cerca, a mi lado, me sentía muy sola y aislada en aquella sala desangelada y fría.
No paraba de darle vueltas al modo de escapar de aquel infierno.
No recuerdo en qué momento me quedé dormida. Pero al despertar, por la claridad que inundaba las ventanas, entendí que el sol debía estar cercano al mediodía. Acompañada por las mujeres que nos habían vigilado durante la noche, encontré a una extraña mujer, que con mirada incisiva y experta nos observaba valorándonos. Pronto descubrí que era la Mama-Cuna, una anciana de melena marchita, con cara inteligente llena de arrugas y ojos brillantes, seleccionó a dos de nosotras, las de mayor edad, a las que luego no volvimos a ver.
Después de darnos algo que comer, nos llevaron en una larga fila al Koricancha. Me sentía sobrecogida al entrar y ver el pavimento y las paredes cubiertas de láminas de oro y en el frontal -el Punchao- que era una representación del Sol hecha de oro puro, medía más de un metro de diámetro.

El Punchao, permanece en el Templo durante el día, al ir anocheciendo era llevado en procesión a la plaza, para ser venerado, pidiendo que vuelva a lucir el día siguiente. Las Ñustas, por turnos, lo acompañaban en la procesión. Las recién llegadas, empezamos a escoltar al Punchao después de nuestra presentación al Inca
Aquel día fuimos las recién llegadas al Templo, pues era necesario que nos purificamos, antes de ser presentadas a Inca. Nos obligaron a desnudarnos totalmente y una a una, bajamos a la piscina. El agua entraba por un caño desde el exterior y rebosaba por otro canal que la llevaba otra vez fuera. Para las que venían de Aldeas de la sierra, tal vez poco acostumbradas a bañarse, sería molesto, pero para las que veníamos de la costa, el agua estaba demasiado fría y tiritábamos. Estábamos en el agua hasta que nos mandaron salir, entonces nos pusimos una camisa blanca hasta la rodilla y encima un poncho multicolor.

Luego nos sacaron al jardín del Templo y estuvimos recibiendo los rayos de Inti Sol. Paseando, vimos árboles, pájaros y animales hechos de oro macizo y a tamaño natural. Una fuente, también de oro, con cinco caños y rodeada de un pequeño estanque, el centro de todos los caminos de ese vergel. Después de varias horas de paseo habíamos entrado en calor y se relajó un poco el ambiente, podíamos hablar entre nosotras. Yo me aparté todo lo que pude del bullicio, llevándome a Ururi y a Kurmi a una de las plazuelas del jardín. Nos abrazamos infundiéndonos valor. Después volvimos en fila y en silencio hasta nuestra sala-prisión.
Al día siguiente iríamos ante el Inca. Por supuesto, ignorábamos la tremenda sorpresa que nos aguardaba, a mí especialmente.
Durante la mañana nos estuvieron aleccionando: Al llegar a la sala nos tenderíamos en el suelo boca abajo y así estaríamos hasta que nos mandaran levantar, sería a la orden del Inca que nos iría golpeando con su bastón de oro. Al levantarnos, en ningún momento, le miraríamos a los ojos, ni le diríamos nada a no ser que él nos preguntará, cosa que no sucedía nunca en los últimos años. En ese momento nos desnudaremos totalmente, dejando caer la capa en el suelo y giraremos en su presencia, cuando notáramos que seguía adelante, nos tumbaremos boca arriba encima de la capa. Luego el Inca elegiría a la que pasaría esa noche con él.

Íbamos solo las nuevas Ñustas y nos llevaron, por largos pasillos, a la sala donde veríamos al Inca. Allí nos tumbamos y en esa postura estuvimos -según creo recordar- un rato interminable, el suelo de piedra, aunque cubierto de alfombras, nos hacía tiritar, movíamos los brazos como si nadáramos, se me fueron entumeciendo, brazos y piernas. Era una situación humillante y sumamente desagradable.
Por fin precedido por varios soldados, entró el Inca yo me asusté cuando la Mama-Cuna nos avisó, pues estaba aterida de frío. Cuando me golpeó el Inca, me puse de pie y le miré a los ojos, levantando la cara con orgullo, dejé caer al suelo mi capa, aunque por dentro temblaba, no quería que se notara -de ninguna manera- mis pensamientos.
Y fue mi desgracia que al terminar de vernos a todas, la Mama-Cuna se me acercó para decirme que el Inca me había elegido.
Cuando el Inca, sus acompañantes y mis compañeras se fueron, yo permanecí en la sala esperando. La Mama-Cuna me mandó que la siguiera, por la manera en que me hablaba, sabía que no tenía más opción que seguirla. Andamos por varios pasillos, yo no estaba en situación de fijarme en nada, caminaba como sonámbula, hasta que entré en el aposento donde cuatro antorchas y una hoguera daban luz y calor. Unos soldados echaron ramas aromáticas en el fuego: tomillo, romero. Era una estancia íntima, pero lujosa, las paredes cubiertas de tapices con suntuosas decoraciones de animales y plantas. En una esquina varias alfombras y cojines hacían de cama para el Inca, muchos adornos dorados completan la decoración.
La Mama-Cuna me ungió todo el cuerpo con aceites olorosos y me vistió con una espléndida túnica blanca. Cuando terminó me abandonó en la sala, al dejarme sola, me acurruqué junto a la hoguera y quedé expectante y atemorizada. Las brasas crepitaban iluminando aquella estancia. Cerré los ojos y disfruté con absoluta nitidez, de mi Aldea y mis gentes; nuestro río deslizándose lentamente entre las rocas. Contemplé el rostro amado de Kinu que me observaba. Estaba a punto de entregar mi virginidad al Inca, pero mi corazón sería por siempre de mi Kinu.
Al rato entró el Inca y se recostó en su lecho, y me llamó con apenas un gesto. Me acerqué arrastrándome temerosa, mientras él sonría aparentando indiferencia. Desde el pasillo -de pronto- llegó un tumulto de voces y pasos. En la puerta se presentó la esposa principal y hermana del Inca, la MAMA-COYA Rahua Ocllo, con el rostro agestado y gesticulando. Me apartó de su camino con un empellón, como si no me viera, y se plantó delante de su hermano:
-Hermano, perdona que te moleste, se ve que te has olvidado, pues yo te lo recuerdo: me corresponde estar esta noche contigo. Vete. -me dijo casi sin mirarme- Déjanos solos.
Me quedé inmóvil, incapaz de reaccionar, no sé qué debía hacer. Comprendí, no sé como, que era la oportunidad de huir de aquella situación tan desagradable y la aproveché. En el pasillo encontré a un soldado al que supliqué:
-Llévame con Mama-Cuna- me obedeció con presteza, pues había escuchado los gritos de dentro del aposento del Inca.
Mi deambular por los pasillos fue muy distinto, me había quitado un gran peso de encima y me dominaba un ansia aún más fuerte de escapar. Pasamos por un gran recinto, en sus paredes colgaban grandes tablones pintados con figuras simbólicas, en los que se recordaban, los hechos históricos más relevantes de cada Inca, y así podían ser reconocidos y ensalzados. Después siguieron más pasillos, toda una maraña que me desconcertó, se me hizo mucho más largo el recorrido. Por todas parte se contemplaban cosas bellas: tapices, alfombras y multitud de objetos de oro.