Juicio por una pelea 

Juicio por una pelea

Wayna: (Hombre fuerte) Narrador

Wayna narra cómo su familia se encontró con unos viracochas y de lo que sucedió con Paku.

En la Aldea estábamos de fiesta, ya que era la festividad mensual del Plenilunio, por las calles se agrupaban las familias, los niños correteaban entre juegos, y todo nos preparábamos para acudir al Templo.

En aquel ambiente relajado, no podía precisar, cuál fue el motivo que dio lugar a una acalorada discusión entre Iraya (Hombre que socorre), un hombre más bien menudo de cuerpo, sin ninguna particularidad en su rostro, pero al que los años y el mar habían dibujado arrugas en su frente y Purik (Hombre andariego), otro hombre de su edad, pero más alto y musculoso, severo y de trato difícil, carácter que se había agudizado tras la muerte de su esposa, Ayka (Mujer afable en el trato). Yo soy el marido de su hija Illawara (Mujer afortunada).

Los dos se encontraron paseando junto al río, cuando los ánimos se caldearon. Entre ambos cayó un silencio frío, frío y espeso. Se miraron a los ojos. En un instante el encontronazo alcanzó tal violencia, que los dos rodaron por el suelo, intercambiando un buen número de puntapiés y puñetazos. A la refriega acudí con otros, para separarlos.

Al levantarse Iraya tenía la cara magullada y un ojo completamente hinchado. Purik se zafó con violencia de los que lo detenían y corrió a la Aldea, a poco llegó empuñando una maza y dispuesto a vengar la supuesta afrenta. Fue un momento de tensión, pero reaccionaron con rapidez varias Madres y algún hombre, impidiendo que se acercara a Iraya. En la trifulca Purik golpeó a varios hombres e hirió con la maza en la cabeza, a una Madre. Al final lo desarmaron y ataron.

El hecho era grave y no podía quedar sin castigo.

Aquella noche, la MAMA-COYA Kusi reunió el Consejo de Madres, se vistió con algunos de sus atributos y acompañada por las Madres de más edad, ascendió al centro del Templo y delante de la Kala se acuclilló. Testigos no faltaban, pero había que escuchar la defensa de Purik, fue conducido y desatado, en presencia de todo el pueblo, que junto con Iraya, ocupaban la explanada del Templo.

La MAMA-COYA Kusi, comenzó, recordando que se le juzgaba por delitos muy graves como mostrar, con hechos, el deseo de matar a un hombre y, además, en la pelea haber lesionado a una Madre, de los dos hechos había muchísimos testigos.

-Purik, ¿Qué nos puedes decir en tu defensa?

-Todos sabéis lo que pasó con Ayka mi esposa -Purik empezó a decir con decisión.

-También era mi hermana - gritó Iraya.

-Claro que era tu hermana mayor, eso nadie lo olvida - afirmó Purik cediendo muy serio- pero era mi esposa y la madre de mis hijos, yo no puedo permitir, que nadie ponga en duda mi actuación ni mi responsabilidad, en el triste suceso de su muerte. Todos sabéis que soy inocente.

Y con pasión mi suegro nos contó lo que tanto le atormentaba:

-No puedo contar todo lo que sucedió, solo lo que viví y recuerdo. Hace ya bastantes Plenilunios que un día, al venir a la Aldea para la Fiesta, mi esposa Ayka me dijo que quería salir a navegar. Alegaba que la única vez que había navegado fue cuando con 10 años llegamos a esta Aldea. Luego nunca lo había hecho más. Según su plan saldríamos con nuestros hijos y podía ser una ocasión para comerciar con algunas Aldeas. Ella fue preparando lo que llevaríamos: ropa de la que ella hacía, algún objeto de alfarería y de metal, cosas pequeñas y poco pesadas, para que la balsa no necesitara más navegante que yo. Aquel viaje se convirtió en el motor de todos sus pensamientos y decisiones y cada obstáculo era un reto nunca un final, se crecía ante las dificultades con vitalidad y entusiasmo.

Hasta que un día, terminados todos los preparativos y con la autorización de la MAMA-COYA, comenzamos nuestra aventura.


Con gran alegría nos embarcamos, nosotros dos junto con nuestra hija Illawara y su esposo Wayna, ambos se resistieron pues no tenían ninguna ilusión aventurera, pero como todavía no tenían ningún hijo, Ayka con facilidad los convenció, también nuestros tres hijos más pequeños nos acompañaban.

Todos sabéis que nuestro hijo mayor, sufrió un accidente, cuando jugando con un grupo de amigos, se alejaron de la Aldea. Dos de ellos volvieron después de un tiempo y comunicaron que habían sido atacados por pumas. Organizaron las Madres y los jóvenes una batida, volviendo al lugar del ataque, allí solo encontraron sus ropas desgarradas y algunos restos. También se nos murieron dos hijos casi recién nacidos, sin nombre: una niña y un niño.

Tomando rumbo al norte. Avanzamos con rapidez aprovechando el viento favorable y las corrientes. Ayka estaba extasiada con la belleza del mar. Al principio ella y nuestro hijo Paku (Hombre inteligente), se marearon, lo pasaron mal, pero pronto se acostumbraron al continuo vaivén del oleaje.

Mi esposa era una persona fuerte e independiente - todos lo sabéis igual que yo- pero también era apasionada y sensible, muy capaz de admirar la belleza y disfrutar de las cosas buenas. Mientras yo manejaba el timón, ella abrazando a nuestros hijos, contemplaba con mirada soñadora la costa cercana. Ahora se me hace presente un gesto muy suyo: con aire decidido se echaba para atrás un mechón de pelo negro que caía sobre su frente. Y me miró. Vi en ella tal cara de felicidad que aún hoy me estremezco al recordarla.

Llegamos al río Moche y seguimos costeando, antes de que se ocultara el sol, avistamos una gran ciudad; la visión de sus murallas, teñidas de rojo por el sol moribundo del atardecer, era impresionante. Al ocultarse el sol toda la ciudad quedó en tinieblas. En el espectacular cielo nocturno vimos una lluvia de estrellas que recorría el firmamento. Luego al desembarcar supimos que la ciudad era Chan-Chan. Desde el mar la veíamos como una ciudad muy grande, extensa y majestuosa.

Al día siguiente recorrimos algunas de sus calles llenas de transeúntes, con grandes muros adornados por relieves. En uno de sus mercados, comenzamos a abrirnos paso entre la muchedumbre, sorteando múltiples puestos de venta y corrillos de curiosos, allí nos pusimos a vender, entre los comerciantes que ofrecían sus productos a grandes voces.

De madrugada, las mujeres habían traído sus canastas con papas, frutas y otros productos, se instalaron en el mercado y, sentadas en el suelo, pasaban hilando y vendiendo todo el día.

No tardó mucho tiempo para que Ayka, comenzara a conversar con las vendedoras de los alrededores, les fue dando detallada razón de nuestro viaje, y una de ellas le contó que era un rumor persistente: la ciudad se estaba deshabitado.

Las gentes llevaban varios años abandonándola después de la agresión de Inca. Cuando el ejército del Inca se acercó a la ciudad, las autoridades se negaron a rendirse, entonces les cortó las acequias que les llevaban el agua desde el río Moche, fueron días angustiosos, de sed y hambre que todos recordaban con terror. Solo la sed les derrotó. Pero el Inca les hizo pagar cara su rebeldía, muchos fueron enviados al Cusco y muy pocos volvieron años después.


Aquel día, para nosotros, el mercadeo no fue muy fructífero. Pero nos impresionó la ciudad y nos alarmó una noticia que nos comunicó un cliente que se acercó.

-¿Vosotros no soy de aquí, seguro que habéis tenido que salir de vuestra Aldea para poder sobrevivir?

-Somos - le dije sin dar muchos datos- de una aldea del sur. Es la primera vez que venimos a esta ciudad.

-¿Y qué os parece?

-Una grandiosa ciudad -afirmé realmente admirado.

-Si, pero medio desierta -contestó con cara compungida aquel hombre- y con las calles muy sucias. Por todas partes veréis ruinas y desolación. ¿Habéis escuchado noticias de los viracochas? Yo estoy seguro de que no pueden ser hijos de Viracocha, aunque sean blancos y barbudos, porque no son capaces de mantener su palabra, mienten y roban. También guerrean y codician el oro, pero en eso son como algunos de nuestros jefes, es lo que pasa con el Inca. Me parece que están llegando en grandes casas flotantes, ya dicen que les han visto por la zona de Tumbes.

-Por nuestra Aldea nadie ha visto nunca a esas gentes. Nosotros vamos hacia el norte, no nos gustaría tener sorpresas.

Por estos comentarios y otros que siguieron, me resultó un hombre deprimente y negativo, capaz de bajar el ánimo al tipo más alegre con solo escucharle y yo no estaba demasiado alegre por las vicisitudes de la aventura.

Que contraste con el modo de ser de Ayka: con una confianza ciega en el mañana, con un optimismo que se hacía contagioso y no menguaba ante ninguna dificultad.

Volvimos al puerto y nos embarcamos, nuestro deseo era seguir buscando donde cambiar las mercancías, no pasó por mi cabeza las consecuencias y lo que nos haría sufrir la aventura. Ayka seguía muy ilusionada y me dijo:

-Me gustaría, aprovechar que vamos para el norte para buscar la Aldea de donde salimos hace tantos años ¿Purik, no te gustaría también a ti?

Me quedé pensativo, me pedía mi opinión, pero bien sabía yo que de nada serviría contradecirla, así que con la mejor cara le contesté:

-Podemos intentarlo. No será fácil, yo casi no recuerdo donde estaba ese valle, solo recuerdo, que la Aldea estaba a orillas del Estuario de Virrilá.

-Verás como todo nos sale bien - Sentenció Ayka.

Tuvimos varios días en los que la navegación fue muy agradable, con días luminosos y noches tranquilas. Nuestra balsa respondía y en los atardeceres, se llenaba el cielo de nubes rojizas, cuando nos dirigíamos a la costa para estar más protegidos durante la noche.


Costa del Perú
Costa del Perú

Una de aquellas noches fue bastante especial, la luna nos iluminaba desde lo más alto del cielo, con esa luz podíamos casi ver, estábamos al pie de un acantilado de paredes escarpadas. Un estrecho camino permitía llegar hasta una cueva en la ladera, a unos metros del nivel del mar. La marea estaba baja. Había dejado al descubierto una pequeña playa donde podíamos fondear la balsa y pasar la noche. Al acercarnos empezamos a escuchar tremendo alboroto en el mar, un grupo de pingüinos se defendían de los ataques de los lobos de mar, que saltaban desde las rocas y los rodeaban lanzando berridos penetrantes e intimidatorios.

En la refriega uno de los lobos se acercó peligrosamente a nuestra balsa. Todos nos asustamos pues se movió bruscamente. Nuestro hijo Paku cayó al mar, en medio de aquel peligro. Solo la rápida reacción de Ayka, lanzándose al agua, mientras Paku braceaba para no alejarse, le salvó, ella le ayudó acercándolo a la balsa para que entre mi hija y yo los sacáramos a los dos. Wayna ni se enteró, en ese momento bregaba con el timón en otra parte de la balsa.

Ayka lo salvó, pero nos llenó de aprensión, Paku empapado y con frío, temblaba como una hoja seca en el momento de caer del árbol. Los pingüinos aprovecharon el caos para huir y todo fue quedando en silencio, el viento amainó hasta convertirse en una ligera brisa, que rizaba con pequeñas olas la superficie del mar.


Al día siguiente nos fuimos animando, aunque mi hija Illawara empezó a decir que tal vez mejor nos volvíamos a casa. A Ayka le resultó muy fácil volverla a ilusionar con el viaje y sus aventuras. ¡Cuántas cosas vería y luego podría contar!

Y por supuesto seguimos rumbo al norte, y ahora también rumbo a nuestra Aldea natal. El lugar donde dejamos el Templo y nuestras casas por la tormenta de arena. El lugar que con frecuencia recordamos cerca de la hoguera por las noches.

Después de muchos días y muchas pequeñas aventuras llegamos al Estuario de Virrilá. Una gaviota pasó volando sobre el lugar, Ayka alzó la cabeza para mirar su airoso vuelo, que era un buen presagio. El río bajaba crecido y algunos campos cercanos se habían inundado. Los efectos de la antigua tormenta eran visibles, grandes dunas de arena cubrían parte del paisaje, en las riberas del río casi no había árboles, cuando ya veíamos los restos de la antigua Aldea, nos acercamos a una pequeña ensenada en el río y desembarcamos. Todo se veía deshabitado y medio derruido. Mi hija pequeña se quedó embobada, siguiendo con la mirada, el vuelo de una mariposa enorme y multicolor que se ocultó entre los matorrales, alejándose de otras que la perseguían. La tarde era luminosa.

Nos encaminamos hacia la Aldea del Estuario de Virrilá siguiendo a Ayka, que nos quería llevar a su antigua cabaña. Según recordaba debía estar donde ahora sobresalen de la arena los restos de una casa, solo se veía un montón de bloque de adobe. Con ayuda de sus hijos empezó a quitar arena buscando:

-¿Qué buscas? - Le pregunté intrigado.

-Empiezo a recordar que tenía un cofre, mi madre me lo hizo de barro con una tapa. Yo decía que era mi tesoro. Recuerdo que tenía una concha que me regaló mi padre cuando me pusieron mi nombre.

Al remover los escombros huyeron algunos bichos, hasta una culebra que sobresaltó a Illawara, que buscaba con especial ahínco el tesoro de su madre, hasta que lo encontró.

Cuando se lo dejó en sus manos, Ayka empezó a acariciarlo, se sentó en el suelo, todos la rodeábamos. Ella lo miraba sin atreverse a abrirlo. Su rostro se fue aniñando. De verdad parecía una niña que acaricia su tesoro más valioso. Y vimos cómo, conteniendo el aliento, abrió muy despacio aquel cofre infantil.

Ante sus ojos de niña contempló la concha de su padre y también unas piedras de colores y hasta unos huevos de pájaros.

Después de sumergirse en su niñez, levantó los ojos. Vio su ahora real. Tomó la concha y me la ofreció a mí, era la herencia de su padre. Entregó a cada hijo una de las piedras y se quedó mirando, lo que todavía quedaba en el cofre. Estoy seguro de que en ese momento pensó en sus hijos muertos.

Solo cuando una bandada de patos, rompió con su algarabía aquel hechizo, me atreví a decir con voz entrecortada por la emoción:

-Yo también quiero ver mi antigua casa.

Bordeando el Templo nos acercamos a la zona de las hilanderas, estaba en mejor estado, apenas se habían caído los techos, pero por eso la arena cubría el interior de las casas, tal vez eso las había protegido de la destrucción, había que remover demasiada arena, si quería ver el suelo, en las alacenas de la pared todavía estaban las vasijas donde se guardaba la comida. El de maíz con sus granos grabado en el exterior y el de yuca, papas, ají; alineados como cuando los dejamos. Me pareció ver a mi madre preparando la comida. En la lejanía un jilguero entonó su canto de amor.

Después subimos al templo, allí estaba la primera Kala de la MAMA-COYA Tintaya, nos acercamos e imitamos a Ayka que la abrazó y besó.

Encendimos la hoguera y a su alrededor empezamos a comer. Ayka contaba lo que recordaba mezclado con lo que había oído a los mayores, hasta que comenzó a cantar, su voz se elevó en agradecimiento, con un ritmo cadencioso, terminó levantándose danzando, todos la imitamos y con nuestro baile, alrededor de la Kala, recordamos y honramos a nuestros antepasados.

No nos enteramos de lo que acontecía en el río.

Pero llegó una barca con cinco viracochas, que nos vieron danzando en el Templo, se dividieron en grupo para sorprendernos, avanzaron con cautela, sigilosamente. Cuando los vimos ya estaban dos de ellos en la plataforma del Templo y se acercaban con gestos intimidatorios y con las espadas en la mano. Wayna y yo cogimos las mazas y nos dispusimos, con miedo, a defender a la familia. Antes de que pudiéramos hacer nada, llegaron otros tres viracochas y se oyó el estruendo de un rayo con su trueno; había salido de la mano de uno de ellos. Aquello nos paralizó de pánico y caímos en tierra. Wayna y yo gateando retrocedimos hasta nuestra familia.


Encuentro
Encuentro

-Capitán -dijo uno de ellos, joven y casi sin barba- no parece que sean peligrosos. ¿Por qué no intentamos conversar?

-Adelante, Antonio, pero con mucho cuidado, -mandó el capitán - los demás no os mováis ni los perdáis de vista.

El joven guardó su espada y se nos acercó, haciendo gestos de paz, mostraba las manos desnudas y hasta se quitó de la cabeza el casco que la protegía y que casi ocultaba su cara.

-Venimos en paz, -decía- no queremos hacer daño.

Paz, no daño, lo repetía en aymara y quechua en un intento de comunicarse con nosotros.

Estábamos atemorizados, Ayka levantó la vista y durante unos segundos dudó cómo actuar, al ver el semblante tenso, pero amable del Jefe, terminó poniéndose en pie y en un gesto de valor que a mí claramente me faltaba, cogió comida y bebida, avanzó hacia el que parecía el Jefe. Le ofreció de nuestra chicha. El Capitán guardó su espada y con ceremonia bebió de la copa y comió con la mano un poco de maíz, una sonrisa le iluminó la cara, con muchas arrugas alrededor de los ojos.

Todavía con recelo, pues no se me olvidaba lo que me había dicho en Chan-Chan aquel hombre, que parecía más pesimista que realista:

-Siempre serán mentirosos esos falsos viracochas.

Pero lo que yo veía no me daba tanto miedo, el del trueno permanecía alejado, los otros se mostraban amistosos. Mi hijo Paku, empezó a gesticular, con tal habilidad, que todos le miraron:

Señalándose a sí mismo dijo: Paku. Señalando a su madre: Ayka. Señalándome a mí: Purik.

El soldado se señaló a sí mismo diciendo: Antonio, Señalando al Capitán: Luis.

Si no hubiera sido testigo, y alguien me lo contara, no lo habría creído. La rápida reacción de Paku, nos causó tal sorpresa, que en silencio, nos miramos desconcertados. Con dificultad empezó una conversación, que nos fue relajando a todos. Paku y Antonio llevaban la voz cantante, pero otros fueron metiendo baza. Antonio sabía algunas palabras en aymara y quechua y mi hijo empezó a repetir, con gran facilidad, algunas de sus palabras.

El problema surgió cuando al atardecer los viracochas dijeron de marcharse y se empeñaron en llevarse con ellos a mi hijo al que empezaron a llamar Paquillo, aducían que les sería muy útil para entenderse con los nativos que encontraran. Todavía no consigo entender como Paku estaba a favor de acompañarlos. Su madre y yo nos negamos, no queríamos perder a otro hijo, sentimos como que lo secuestraban, pero eran más y no podíamos olvidar que tenían el trueno. Paku se fue despidiendo de sus hermanos, enseñándoles la piedra que su madre le había dado.

-Con esta piedra, que llevaré siempre conmigo, os recordaré, además estoy seguro de que volveré con vosotros cuando me canse de esta aventura.

Su madre y yo le abrazamos entre sollozos, pero montó en la barca y se marchó con ellos.

-Hijo no nos olvides -le gritó su madre, Ayka desde la orilla- Vuelve, te estaremos esperando.

Aquella fue una noche triste, ni siquiera la luna iluminaba nuestra zozobra y surgió la firme decisión de volver a nuestra Aldea.

-Ya está bien de aventuras -se quejó Ayka- nosotros no somos aventureros.

Varios días después, cuando ya nos encaminábamos hacia nuestra Aldea, nos fuimos metiendo en un temporal, el viento arreció y la superficie del mar se veía rizada, había cobrado vida, el vaivén de las olas se fue intensificando.

Nos vimos arrastrados por la corriente, aquello me asustó. El aullido del viento era terrible. La oscuridad creció a cada minuto que pasaba y las rachas de viento hacían temblar la vela con un ruido ensordecedor. Miraba a Ayka y a mis hijos y me sentía impotente. Mi esposa y uno de nuestros hijos estaban mareados y se refugiaron en la zona protegida. De pronto una ola enorme barrio toda la balsa arrastrando todo lo que no estaba fuertemente atado. Cuando la oscuridad se hizo más oscura y estábamos al límite de nuestras fuerzas, la tempestad empeoró. El mar se convirtió en un remolino que nos zarandeaba en todas las direcciones. Mi hija tomó el timón mientras Wayna y yo bregábamos con la vela. La vela mojada por la lluvia se resistía y a cada golpe de viento se nos levantaba obligándonos a volver a sujetarla. En medio de esa situación mi hija no podía mantener el rumbo de la balsa cara a las olas. La balsa bailaba con cada nueva ola que la zarandeaba.

En mi desesperación grité:

-Ayka, ayuda a tu hija a mantener el rumbo.

No vi nada, pero luego mi hija me contó cómo su madre intentó acercarse al timón, pero fue arrastrada por una ola, y golpeando en un madero de la balsa, terminó arrojada por la borda al mar.

Un nuevo relámpago iluminó por completo la embarcación. Mi hija gritó pidiendo auxilio, y al mirar y no ver a Ayka, la busqué con la vista y la vi flotando cerca de la balsa. Me até una cuerda a la cintura y me lancé a rescatarla. Fueron momentos de angustia, braceando en medio de las olas, llegué hasta Ayka y la abracé, Wayna nos arrastró a los dos hasta la balsa.

Tendimos a Ayka en la zona protegida, pero no respiraba, no se movía, había recibido un fuerte golpe en la cabeza antes de caer al mar. Todos llorábamos, mirándola y tratando de despertarla. La lluvia y las lágrimas me dificultaban la visión. La tormenta seguía, las náuseas acudieron a mi boca y todo empezó a dar vueltas a mi alrededor, yo ya no pensaba, estaba como alucinado

Paulatinamente, casi tan de repente como comenzó, amainó la borrasca, primero se fueron debilitando los golpes de viento, luego las olas perdieron fuerza, cada vez menos lograban superar la altura de las defensas de la nave, pero la lluvia continuó hasta media tarde. Luchábamos por recobrar la calma. Un silencio dolorido se instaló en la balsa, los únicos sonidos que se oían eran nuestra respiración jadeante, el aleteo de la vela y el murmullo del agua que chocaba contra la proa. Sin Ayka yo me sentía vacío, y además poco a poco culpable.

-¡Si no le hubiera dicho que fuera al timón!

-¡Si no hubiera cedido en su deseo de viajar!

Mi hija Illawara se acercó y llorando me abrazó con fuerza, al oído me susurra con firmeza:

-No te sientas culpable. El mar se la ha querido llevar.

Yo no podía aceptar la desgracia, me resistía, lloraba. Ante una muerte tan imprevista y trágica era muy difícil transmitir serenidad y afecto, pero mi hija lo intentó manteniendo el abrazo y algo consiguió.

Illawara empezó a actuar como su madre, tomó las riendas de la situación, nos mandó subir la vela y dirigirnos a la orilla, estábamos cerca de donde sucedió la batalla de lobos y pingüinos, y aunque la marea subía, nos pudimos acercar hasta la playa. Entre todos bajamos a Ayka.

Como estábamos lejos de nuestra Aldea, decidimos que la cueva del acantilado sería un buen lugar donde enterrarla. Hasta allí la subimos, era una cueva bastante grande, podíamos escuchar las olas rompiendo en las rocas unos metros más abajo. Illawara desnudo a su madre y según nuestra costumbre la envolvió en varias de las telas que ella misma había confeccionado y como en los rituales de la Cueva de los Muertos danzamos en su honor despidiéndonos y saludando su nueva vida.

Después de escuchar toda esta narración, se hizo el silencio, yo estaba muy emocionado, se me hacía presente toda la gran aventura en la que había participado. Todo miramos a la MAMA-COYA, que después de hablar con el Consejo, sentenció:

-Está claro que tú no eres responsable de la muerte de Ayka, eso ya todos lo sabíamos. Y aunque Iraya te provocó, nunca podemos permitir que alguien desee la muerte de su hermano. Tu castigo es la expulsión durante un año de la Aldea. Puedes quedarte en la Aldea del Mar. Tus hijos no podrán visitarte durante ese año y tú no podrás venir aquí.

Iraya también merece un castigo: será expulsado durante medio año a la Aldea del Mar. Y nunca podrá hablar nunca más en público de la muerte de su hermana Ayka.


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