
Diego en la Aldea del Río
Aldea del Río 1532: D. Diego cuenta su historia
Donde se hace relación de la llegada de Diego de Villamayor a la Aldea y de su historia desde que llegó de Andalucía.
Comenzó a narrar de nuevo, algo de lo que les había dicho a los hombres en la Aldea del Mar, para luego extenderse con sus historias. Desde el principio acaparó la atención de todos, hasta de los más pequeños, que acostumbrados a escuchar narraciones, le miraban embobados. Nos aseguraba que ya había vivido más tiempo en las nuevas tierras que allá donde hacía años había nacido:
-En un barco me dirigía hasta Panamá -nos dijo, aunque de aquellas personas y tierras nosotros no teníamos conocimiento-, mi Jefe, el capitán D. Francisco Pizarro, nos enviaba para conseguir más soldados y dinero. Nada más abandonar la ensenada donde le dejamos con unos cuantos españoles, nos enredamos en una tormenta, las olas decidieron que aquel viaje había finalizado. El barco se desarboló, el mástil mayor se quebró y cayó con toda su arboladura, las maromas, el velamen y todos los aparejos hicieron volcar al barco y todos sus tripulantes nos hundimos. Después de un tiempo de desconcierto, algunos nos agarramos a tablones o barriles, pero el frío y el tiempo fue mermando nuestras fuerzas. Y como veis, a esta playa soy el único que ha conseguido llegar, aunque espero que otros estén vivos en las playas cercanas.
Yo, hace años que vine embarcado desde Sevilla y me quedé vagando por La Española, una isla en el mar Caribe, luego me traslade a Santa Marta, una ciudad en el continente.
Cierta noche de escasa luna, mi suerte se torció, o tal vez, se enderezó, pues un grupo de alguaciles, me detuvo con las manos en la masa. Corríamos huyendo de un comerciante al que acabábamos de robar, sin darme cuenta me encontré rodeado de alguaciles, mis compañeros de correrías se dispersaron por las callejuelas y me dejaron solo y abandonado.
Después de pasar la noche en el calabozo, me llevaron ante el Juez, comenzó preguntándome sobre mi nombre:
-A mí siempre me han llamado Dieguito -le contesté entre cohibido y temeroso- no me conozco otro nombre.
- ¿Es que no tienes padres? -Me apretó el Juez.
Solamente pude contestarle:
- Señor Juez, supongo que tengo padres, como todo el mundo, pero los míos se dieron prisa en desaparecer de mi vida.
-Bueno, cuéntanos tus hazañas - Terció el Escribano.
Yo comencé por explicarle que tendría en torno a 10 años cuando me embarqué, fue en el cuarto viaje de Colón.

En la época era frecuente, ellos lo sabían, que niños de 10 ó 12 años embarcaran como grumetes al servicio del barco o como pajes de algún noble.
Por el puerto de Cádiz, yo deambulaba con otros chiquillos de mi edad, cuando, no recuerdo como, tuve la oportunidad de ser grumete en la nao Vizcaína, que se preparaba para ir a las tierras recientemente descubiertas. Mi misión en el barco consistía en alimentar a los animales que llevábamos: vacas y yeguas embarazadas. También debía regar con frecuencia unas plantas de vid y un olivo para mantenerlas con vida. El viaje fue muy tranquilo hasta que nos internamos en el Mar del Caribe, entonces comenzaron las dificultades llegó a hundirse la Vizcaína y empecé a pensar en quedarme. Cuando Colón terminó su viaje y se marchó el 12 de septiembre de La Española rumbo a España, yo me escabullí. Como grumete llegué, como granuja me quedé.
Comenzó para mí una nueva vida. Durante aquellos días estuve deambulando por el puerto, yo que venía totalmente rodeado de órdenes y contraordenes, me encontré con la más plena libertad, podía entrar y salir cuando quería, comer y beber cuando podía y siempre que quisiera descomer y desbeber.
Cuando pasó por la Española una expedición a Tierra Firme me embarqué llegando hasta la Costa, vine con D. Rodrigo de Bastidas en su último viaje a estas tierras y fundando la ciudad de Santa Marta.

En esta ciudad mis negocios, entre empellones y carreras, por lo general eran beneficiosos, sobre todo cuando me uní a una pandilla de rapaces que malvivían trapicheando por las callejuelas del puerto. Una niña de 13 años llevaba la voz cantante, aunque no era la mayor del grupo, si era la más decidida y valiente, todos la obedecíamos. Su historia era muy parecida a la mía, ella también había llegado como grumete, haciéndose pasar por chico, y bajo ese engaño seguía buscándose la vida. Aunque su nombre era Juana, en su nueva vida todos la llamábamos Juanillo.
Cuando me llevaron ante ella, me sorprendió su voz, entre afónica y ronca. Luego me enteré, que todas las mañanas, para hacer una voz más varonil, hacía gárgaras con una infusión de hierbas que le había recomendado una anciana nativa.
Me acogieron en sus filas, pues al ser desconocido entre los comerciantes, tenía más facilidad para acercarme a sus negocios y dar el golpe, después corría hasta la esquina más próxima, donde entregaba el botín a algún compañero y nos separábamos en nuestra huida. Vivíamos en las entrañas de una vieja barcaza, abandonada en un extremo del puerto. Muchos fueron los avatares en los que me vi envuelto y de todos ellos supe aprender.
Todo esto lo fue consignado, entre admirado y emocionado, el Escribano Judicial, D. Adolfo de Villamayor, un joven sevillano, que escribía mi narración y de vez en cuando me miraba maravillado.
Cuando terminé, me arriesgué al poner cara de desvalido, el Juez consultó con sus ayudantes, pero D. Adolfo tomó rápidamente la palabra:
-Señor Juez, con su venia, deseo manifestar mi intención de acoger a este rapaz, pues me sería de gran utilidad como paje.
Así comenzó para mí una nueva vida, en casa de D. Adolfo y de Doña Catalina, su esposa, que todavía estaba en España, pero de la que D. Adolfo afirmaba que pronto vendría, en compañía de su hijo, al que ni siquiera conocía, pues marchó hacia acá, antes de que naciera.
- Tal vez te sorprenda mi nombre - -me dijo un día- Adolfo no es un nombre frecuente ni en Castilla ni en Andalucía, pero mi padre fue militar en Europa y un soldado holandés le salvó la vida, en su honor me llamó a mí, Adolfo, que es un nombre común en el centro de Europa.
Mis días empezaron a llenarse de múltiples actividades, tenía que acompañar a D. Adolfo en todos sus trabajos y hacia todas las gestiones que me mandaba. Él me repetía con frecuencia.
- Dieguito, he visto que eras muy rápido con los pies y las manos, ahora tienes que ser mucho más rápido de entendederas.
Y así fui aprendiendo a leer y escribir, también fui entendiendo el habla de los nativos, pues eran frecuentes los pleitos entre castellanos pero también entre nativos, y por supuesto entre castellanos y nativos. Yo asistía a muchos de ellos como ayudante de D. Adolfo.
No me olvide de mis antiguos compañeros de andanzas, a los que me cruzaba con frecuencia por las calles, mientras ellos hacían sus estropicios, los saludaba de lejos; normalmente yo iba con prisas y tampoco me interesaba parecer amigo de gentes con aquella mala fama. Pero sí que me pasaba por la barcaza algunas tardes y les llevaba comida y vestidos.
Un día nos llegó la noticia que mi señor esperaba desde hacía tanto tiempo: Fue a través de un grumete que se presentó, corriendo, en nuestra casa.
- Tengo que hablar con D. Adolfo. -informó a la doncella que le abrió la puerta, diciéndole- Me envía Doña Catalina para que le diga que, acaba de arribar en uno de los barcos recién llegado de España. Le espera impaciente en el puerto.
Inmediatamente la doncella se puso en movimiento, hasta que nos encontró en el Juzgado. Como yo estaba también, fue a mí a quien se lo comunicó, pues estaba más cerca de la puerta de la Sala de Audiencias, para que se lo dijera a nuestro señor. Estábamos en medio de un juicio, yo se lo comuniqué al oído a D. Adolfo, tardó en comprender lo que le decía, tuve que repetirlo dos veces, pues era lo que menos esperaba escuchar aquella mañana. Se puso tan nervioso que el Juez le miró extrañado, diciéndole:
- ¿Qué sucede, Señor Secretario?
- Señoría, mi esposa acaba de llegar de España, me pide que vaya a recogerla al puerto.
- Pues no se hable más. Se suspende este juicio. Vaya usted con urgencia.
-Señoría, -pidió D. Adolfo- solicito permiso para utilizar su calesa.
-Por supuesto -concedió el Señor Juez, con una sonrisa.
Nos dirigimos con presteza a puerto, en algunos lugares la multitud nos dificultaba la marcha; de modo que, cuanto más nos acercábamos a nuestro destino, se hizo más difícil avanzar. Curiosos, soldados y estibadores llenaban el muelle de gritos y saludos. En la cubierta del barco todavía deambulaban los últimos pasajeros.
D. Adolfo, la vio y la llamó a gritos, ella se acercó a la borda saludando con alegría. Yo, nada más verla, quedé prendado de su persona.

Era joven y muy guapa, de pelo castaño en una larga melena enmarañada, después de tan largo viaje, con tantas dificultades y penurias. Daba la mano a un niño de unos cuatro años, que había nacido tres meses después de que D. Adolfo partiera de Sevilla.
Yo no dejaba de mirarla, mientras trajinaba con su equipaje y se despedía de algunas de sus compañeras de viaje, con las que había creado amistad y que todavía no habían desembarcado.
La llegada de doña Catalina, supuso un revuelo absoluto en nuestras vidas.
Aunque ya con D. Adolfo, yo todos los domingos iba a misa, doña Catalina nos enseñó a rezar el rosario cada noche después de cenar.
A la tenue luz de las velas y con frecuencia yo cabeceando, ella se quitaba el rosario que llevaba en la cintura bajo la ropa. Era una soga fina con nudos, nudos dobles para cada misterio y sencillos para cada Ave María. Nos había dicho que ese era el Rosario del caminante. En su pueblo era costumbre que cada hombre o mujer lo llevara en su cintura.
Con ella llegó a nuestra mesa el mantel, los platos de cerámica de Talavera (desechamos las escudillas de madera) y variedad de cuchillo y cucharas, yo no sabía que eran distintos para la carne y el pescado, bueno, yo no sabía casi nada de nada. Pero para D. Adolfo también fue una sorpresa, un nuevo utensilio, que en los últimos años, había llegado a las mesas de la nobleza castellana desde la corte veneciana, lo llamaban: tenedor y Doña Catalina nos enseñó la manera de utilizarlo.
Con el tiempo me convertí en inseparable de Adolfito, un niño espabilado que hablaba con un deje extraño, igual que Doña Catalina, que me hacía reír con facilidad. Pronto, doña Catalina me dejó llevarlo a donde me mandara D. Adolfo, por supuesto que nunca le soltaba de la mano cuando me lo dejaba.
Recuerdo que en una ocasión que hablaba con D. Adolfo sobre las relaciones entre los blancos y los indios. Doña Catalina canturreaba canciones de su lejana Andalucía, pero al escucharnos, nos cortó:
-Pero no os dais cuenta de que aquí, no hay ni indios ni blancos.
-¡Pero mujer! - Se defendió D. Adolfo.
Y ella, que apenas llevaba un año con nosotros, aclaró:
-Los que aquí vivían no son indios, pues he oído que esto no es la India, más al oeste si hay una nación llamada la India, pero eso está muy lejos de aquí, en otro continente. Los que vivían en esta tierra antes de que nosotros llegáramos tendríamos que llamarlos nativos, tal vez: indígenas, aborígenes, oriundos, autóctonos, naturales o hasta originarios. Fijaos si hay nombres que se adecuan mejor a lo que queremos decir, como veis lo llevo tiempo pensando, cada vez que oigo lo de indios, me rechina esa manera de seguir insistiendo en el error, que los primeros como Colón se equivocaron, puede ser comprensible, pero que vosotros sigáis en el error, me parece que es una conducta castigable.
-Bueno, no te alborotes tanto en eso parece que tienes razón, pero ¿Qué tienes que decir de los blancos? -Pregunto D. Adolfo
-Pues tengo para mí -señaló con prudencia Doña Catalina volviendo a retomar su discurso- que todos los que hemos venido de Castilla somos mestizos de árabes, godos, judíos, romanos, fenicios y hasta íberos y celtas. Solamente los que han traído por la fuerza de África son negros, pero también puede que sean mezclas de distintas razas de africanos, de lo cual yo no sé nada. Eso por ahora, pues ya se empiezan a ver toda clase de mestizos correteando por las calles, estoy convencida de que aquí se está cocinando otra nueva mezcla, con la ferocidad de los deseos.
Y otras muchas cosas tuvimos que admitir, pues nuestra Doña Catalina, a mí siempre me deslumbraba, por su belleza y sus ideas, por su manera directa de hablar y también por su alegría contagiosa.
Pasaron los años y eran constantes los rumores que nos llegaban de nuevos descubrimientos, jornadas y conquistas. Grandes hazañas que inflamaron mi imaginación, como la de cualquier joven.

Una tarde el Gobernador D. Pedro de Lerma, convocó para el día siguiente a todos los ciudadanos de Santa Marta. Era media mañana de un día cambiante: el sol brillaba a ratos en medio del cielo, en otros se velaba detrás de nubes blancas que corrían rápidas impulsadas por el viento. Había llovido un poco, varias veces, por la noche y en las primeras horas de la mañana y el empedrado de la Plaza Mayor estaba aún mojado, con el brillo peculiar de las piedras pulidas: un resplandor deslumbrante. Al llegar, en compañía de D. Adolfo, la encontramos llena de gente diversa, que paseaba, se agitaba, hablaba, gritaba y se arremolinaba con un estruendo ensordecedor. Hasta que el sonido penetrante de una trompeta fue acallando el alboroto. Se retiró del balcón el trompetero y salió el Gobernador acompañado por el Capitán Marqués D. Francisco Pizarro:
- Como sabéis, - levantó la voz el Gobernador- acaba de llegar desde España el capitán D. Francisco Pizarro, que me ha presentado unas Capitulaciones firmadas en Toledo, el 26 de julio de 1529, en las que nuestro Rey D. Carlos le concede los títulos de Gobernador, Capitán General, Adelantado y Alguacil Mayor de las tierras por él descubiertas en la provincia del Perú, también llamada Nueva Castilla. En dichas Capitulaciones se le autoriza a reclutar una tropa para la conquista y colonización de esas tierras. En esta Gobernación se abrirá un reclutamiento para aquellos que deseen acompañarle, pero debéis saber que quien se anote, deberá tener una razón muy grande para desapuntarse en el futuro. Entre caballeros la palabra es ley.
La noticia caldeó el ambiente hasta límites insospechados. Podía ser mi oportunidad, pero me costó decidirme, me sentí arrastrado por el entusiasmo de mi amigo Luis, el joven hijo de un rico comerciante de telas, al que encontré en uno de los corros que se habían formado en la plaza. Con él fantaseaba con frecuencia sobre nuestro futuro.
Al día siguiente, caminábamos hacia el Juzgado cuando comunique mis ilusiones y elucubraciones a D. Adolfo.
- Sabes, Diego, -me confió, con pesadumbre- que no puedo negarme a ese tu designio; pero también sabes lo que pienso de esas aventuras, muchas veces hemos hablado de sus peligros, de tantos que vuelven lisiado: sin un ojo, sin un brazo y en la ruina, cuando no hay que darlos por muerto o desaparecido, pues las cosas no son tan fáciles como parecen desde aquí.
- Pero, yo tengo que aprovechar las ocasiones para hacerme un futuro y únicamente quien se arriesga triunfa. Usted es mi ejemplo y también se arriesgó dejando Castilla y buscando fortuna en estas tierras.
Se me quedó mirando y con voz queda, me dijo lo que tal vez había meditado con frecuencia:
-No puedo decir que me sorprende tu deseo, es más, de vez en cuando me rondaba ese pensamiento, aunque esperaba que no fuera tan pronto. -Y añadió, mirándome a los ojos- En reconocimiento a tantos servicios como me has prestado, si quieres te daré mi apellido. Podrás ser D. Diego de Villamayor.
Ese sí que era un regalo, un regalo casi tan precioso como los conocimientos y la educación que me había dado. Me llenó de orgullo, pues nunca había pensado en esa posibilidad. Me convertía en hidalgo y podría, fácilmente, enrolarme hasta como oficial.
- Gracias -contesté emocionado, dejado que me abrazara en medio de la calle.
Cuando se lo dije a Doña Catalina, me miró como nadie me ha mirado nunca, tal vez esa era una mirada de madre, eso yo no lo podía saber, ella era lo más parecido a una madre que yo había tenido. Nada me dijo, pero su mirada era suficiente. Más difícil fue convencer a Adolfito, ya era un jovenzuelo de diez años, serio y espabilado. No quería que me marchara, me reprochó que no pensara más que en mí y en mi conveniencia. En esos años se había convertido en mi sombra y no comprendía que yo quisiera marcharme y dejarlo.
Fueron días de mucha actividad: D. Adolfo redactó y me entregó los documentos que me convertían en su hijo adoptivo. Me presenté ante Pizarro con mi amigo Luis. No fue difícil conseguir pertenecer a su tropa, no había muchos aspirantes, además yo le podía ser muy útil, pues no solo sabía leer y escribir, sino que poseía conocimiento de las lenguas de los nativos, en resumen, me incorporé como Alférez, aunque para ello tendría que conseguir una espada y un caballo. Yo era pobre para hacer frente a esos gastos, pero menos mal, tenía a D. Adolfo y a otros amigos que me prestaron lo suficiente. Quedé endeudado, pero caballero con armadura y espada ropera.

Me compré un caballo que había nacido ya en esta tierra, su madre vino de Castilla en un viaje accidentado que se prolongó mucho más de lo acostumbrado, cuando una tormenta rompió el palo mayor, solo llegaron tres de las siete yeguas embarazada que comenzaron la travesía, las demás murieron en el viaje y los marineros se las comieron con alborozo, casi nunca contaban con la posibilidad de comer carne fresca. A mi caballo lo llamé Tejón por su color rojizo, a teja antigua, y era un potro de tres años muy brioso, aunque ya estaba domado, yo sería su primer propietario.
Muy distinta fue la espada, una vieja pieza elaborada en Toledo con guarnición de lazo y hoja ancha, que había tenido muchos dueños como mostraban las numerosas marcas y magulladuras que adornaban la hoja, a la que habían añadido unas conchas metálicas para mayor protección de la mano. La armadura se redujo a un simple peto de cuero con remaches de hierro, ligero y fácil de usar.
Casi todas las tardes salía, con mi amigo Luis, a las afueras de la ciudad, los dos éramos novatos en la caballería y en el uso de la espada. Cabalgábamos familiarizándonos con nuestras monturas, Tejón era demasiado inquieto y en varias ocasiones me derribó, pero tengo que reconocer que yo era el culpable de los tropiezos. Cuando los caballos se cansaban, echábamos pie a tierra y nos enzarzábamos en combates de espada. A nosotros, poco después, se unió también D. Gonzalo, un joven de veinte años, hermanastro de D. Francisco Pizarro, al que había convencido en España, para que le acompañara en esa aventura, y ahora había nombrado teniente de la tropa que llevó de España, él tampoco tenía mucha habilidad cabalgando o luchando con espada, pero sería nuestro Jefe.
Una tarde se me presentó Juanillo de improviso, después de vernos en nuestros aguerridos combates, se me acercó a solas:
- Dime la verdad ¿te marchas con Pizarro?
Durante esos años yo había crecido en edad y estatura, y ya era una cabeza más alto que ella, que vestida como rapaz, seguía teniendo la apariencia de un jovenzuelo imberbe.
- Me alegro mucho de verte. Sí, es verdad, me voy de conquistador -le dije sinceramente casi con temor por su reacción.
- Tu seguro que lo sabes: a mí en Santa Marta cada vez me resulta más difícil sobrevivir. ¿Por qué no me llevas como tu criado? Aquí se me acumulan los enemigos y tengo que estar constantemente huyendo de alguaciles y comerciantes.
- No creo que seas capaz de ajustarte a la vida militar. Además si has de ser mi criado, me tendrás que obedecer y la disciplina y, muchos menos la obediencia, son de tu agrado. ¡Bien que te conozco!
- Por supuesto -contestó con una sonrisa irónica- pero te juro que seré, hasta tu esclava, si es necesario. Quiero salir de este lugar, necesito conocer nuevas gentes y hacerme rica, entonces volveré a ser mujer y libre.
- Lo que me pides es muy serio y arriesgado sobre todo para ti. Has pensado lo que pasaría si te descubren en un barco camuflada como hombre.
- En eso tengo que darte la razón, pero no te preocupes, sé defenderme, además tú sabes que puedo serte muy útil.
- Bueno, Juanillo, lo pensaré, a pesar de tus muchas maldades, confío en tu lealtad.
Aquella misma tarde, después de pensar que estaba en deuda con ella, me acerqué hasta la barca donde vivía y cuando le dije que estaba de acuerdo, otros de mis antiguos compañeros se animaron.
- Yo también quiero marchar contigo.
- Y yo.
- Y yo.
Les prometí intentar que algunos fueran soldados y los más pequeños criados de algunos amigos míos. No podría intuir lo que sucedería con aquella tropa, a las órdenes de Juanillo, dentro de la tropa de Pizarro.
Como mi trato con D. Gonzalo Pizarro era cada vez más amistoso, en realidad llegamos a ser grandes amigos, me fue fácil conseguir que todos formáramos el germen de una compañía en la que de D. Gonzalo sería el teniente, mi amigo Luis y yo seríamos los alféreces y aquel grupo de rapaces, los soldados y criados.
Desde la ciudad Nombre de Dios llegó un mensaje de D. Diego de Almagro, que había sido compañero del Capitán Pizarro, en los viajes anteriores a la Nueva Castilla. Le solicitaba que se apurara en su marcha, pues ya se habían demorado demasiado en Santa Marta. Aquel mensaje fue una revolución para los que nos preparábamos para marchar, pues algunos nos habíamos acostumbrado a la nueva forma de vida. En las afueras de la ciudad, habíamos construido un cuartel con cabañas, en el que ejercitábamos nuestras nuevas habilidades, en un ambiente de camaradería desconocido para muchos de nosotros.
Juanillo y su gente se fueron organizando y empezaron a trapichear, pero sin dejar de cumplir, escrupulosamente, sus nuevas obligaciones: cuidado de los caballos, limpieza de las armas, elaboración de las comidas.
Llegó el momento, el Capitán Pizarro ordenó ponernos en marcha.
Amanecía un día sereno. Durante horas fuimos acomodando, en dos barcos, todo lo que habíamos preparado para el viaje. Algunos de los soldados, que vinieron con los Pizarro desde España, no se presentaron a la llamada, tal vez, alarmados por los malos informes que recibieron del Perú y desertaron en el último momento.
Ya estábamos todos embarcados, cuando empezó la maniobra de salida, el primer barco en el que iba el Capitán Pizarro. Yo que iba en el segundo con sus hermanos D. Hernando y D. Gonzalo, bajé hasta el muelle donde, en medio de un tumulto de gente, me despedían D. Adolfo, su esposa y Adolfito. Fue un momento de intensa emoción, Doña Catalina me abrazó y me entregó su rosario:
-Te lo pones en la cintura - me pidió - y rézalo cada noche. ¡Santa María te guarde!
No puedo decir que la obedeciera, pero sí que cada vez que lo veo en mi cintura, me llega aquella mirada tan especial, aquella mirada de madre, que me ha acompañado durante todo este tiempo.

Los dos barcos se mantuvieron a la vista durante el recorrido. El tiempo nos fue propicio y estábamos provistos de marinería muy ducha en el arte de marear por aquellas aguas traicioneras. Una travesía placentera de apenas tres días, nos llevó hasta el puerto Nombre de Dios, sin incidentes que reseñar, salvo los mareos que sufrimos los que llevábamos demasiado tiempo en tierra y nos habíamos olvidado del balanceo constante de la mar. Un joven grumete con el que Juanillo y su tropa hicieron migas, les contó lo sucedido en su última venida a este puerto: cómo empezó a soplar un fuerte vendaval, que dificultaba el acercamiento pacífico al puerto, pues las altas olas amenazaba con arrastrar la nave contra las rocas, tuvieron que permanecer toda la noche a merced del fuerte oleaje, bajo una intensa lluvia que les obligó a achicar constantemente, hasta que al amanecer remitió el temporal. Yo aproveché para charlar en profundidad con D. Gonzalo, el más joven de los hermanastros de Capitán Pizarro, sobre los futuros planes de viaje, su hermano D. Francisco le había dado muy pocos pormenores de su anterior aventura por el Perú, solo les había hablado de las grandes riquezas que adornaban aquellas tierras.
Al llegar al puerto nos encontramos una mísera aldea, situada cerca de una ciénaga insalubre y maloliente. Nada más desembarcar se puso en marcha la caravana, que llevaría a todos los soldados, pertrechos y animales, hasta la ciudad de Panamá a orillas del mar Pacífico.

Cuatro días nos costó hacer ese recorrido, a través de la selva, por el llamado Camino Real, algunas zonas estaban encenagadas por lluvias copiosas de los últimos meses, en otras los insectos nos amargaban la vida. En la segunda jornada, a media tarde, nos encontramos con un estrecho túnel, completamente a oscuras. Al entrar, no se veía nada al principio, y después, tras acostumbrar los ojos a aquella oscuridad, se distinguían, apenas, las paredes toscamente labradas en la roca. Las mulas que llevaban los pertrechos, aunque se resistieron, terminaron avanzando pues ya estaban acostumbradas a ese paso. Mucho más nos costó conseguir que pasaran nuestros caballos, tuvimos que taparles los ojos y hacerles acompañar por las mulas, así en tropel avanzaron.
Aquella noche, como todas, nos alojamos en un pequeño campamento, que a lo largo de la ruta se distribuía para facilitar la conexión entre el océano Atlántico y el Pacífico. Del bosque me llegaba el canto de un ave, que estoy seguro, jamás había escuchado, también eran desconocidos los gritos y aullidos que poblaban la noche. Jirones de nubes corrían, cambiando de forma a cada instante, arrastradas por el viento. Agotado por la jornada me disponía a dormir, cuando de modo intempestivo entró Juanillo en mi cabaña.
-Me acaban de ofrecer dos mastines -me informó- me han asegurado que nos puede ser útil para cazar y también para olfatear al enemigo y evitar emboscadas. Me han dicho que algunos los utilizan para asustar a los nativos, les suelen tener mucho miedo al oírlos ladrar, pues los que hay en estas tierras no ladran.

Nuestro viaje con Pizarro desde Panamá hacia el Virú fue con 3 navíos, 180 españoles, varios nativos auxiliares, 37 caballos y varios perros dogos, el año de 1531