
Nos dirigimos a las montañas
Camino del Cusco
Ururi (Lucero de la mañana): Narradora
Al ponernos en marcha una vez más, el paisaje comenzó a cambiar, abandonamos la orilla del mar para internarnos en los montes, pronto nos encontramos con zonas de bosque cerrado, en el que no penetraba la luz y con pendientes resbaladizas a causa de la humedad.
Cuando terminó el tercer día ya estábamos en medio de las cumbres. Por la noche me desperté varias veces tiritando, nunca estaba lo bastante caliente. Al día siguiente amanecí con el cuerpo tan entumecido que no podía ni moverme, con una serie de movimientos lentos, acompañando cada uno de ellos con un gemido, me levanté.
El paisaje desplegaba todos los matices de verde, bajo la tenue neblina de la mañana. Ese día contemplamos maravillados, como por las laderas de los montes cercanos, trotaba un inmenso rebaño de vicuñas, guanacos y alpacas, repartidos en grupos numerosos, interminables. Todo el monte parecía vivo, se movía como el oleaje marino, el ruido de sus pasos, amortiguado por la lejanía, nos llegaba, como el chocar de los guijarros al retirarse las olas en un mar embravecido. Ante nuestros ojos parecían hormigas blancas y doradas que volvían con premura a su hormiguero. Hasta que descubrimos la razón de su carrera: pequeños grupos de pumas las perseguían y acosaban.
Poco a poco el cielo se fue cubriendo de nubes que presagian lluvia, marchábamos despacio, atemorizados por los relámpagos que rompían el cielo y los truenos que retumbaban por el valle, empezó a llover, gruesas gotas golpeaban las hojas de los árboles y el suelo olía a tierra mojada.
Al tomar una curva, en la ascensión, vislumbre el Tambo del final de esa jornada, aceleramos el paso, jadeando, con la garganta irritada por el aire congelado, los dedos de los pies dormidos, la nariz y las orejas enrojecidas, llegamos. Cuando entramos, rápidamente me arrimé a la hoguera, y me sentí caliente por primera vez, desde que comenzamos a alejarnos de la costa y nos adentramos en los montes. Me mantuve tan cerca como era posible, lo bastante cerca como para sentir que mi cara se calentaba, casi se me quemaba. En el interior no había más luz que la hoguera, pero era más que suficiente para ver y comer lo que nos dieron.
El encargado, un hombre delgado con la boca rodeada de arrugas y mirada amable, acostumbrado a días de frío y nevadas, nos atendió con afabilidad, ayudado por su esposa. Sus dos hijos mayores eran de los Chasquis del Tambo.
Con la amanecida de nuevo el camino nos esperaba. Casi todo el día caminamos por encima de las nubes, que de vez en cuando se movían y nos dejan ver parte del gran valle iluminado. Pronto lo volvía a ocultar, la densa niebla nos impedía ver los árboles. A lo lejos se divisaba un gran incendio que asolaba la ladera de la montaña. Hasta nosotros llegaba la humareda, que impregnaba el ambiente de olores tostados, y nos dificultaba la marcha. Después de una empinada ascensión pasamos un túnel construido en la roca para acortar el camino. El túnel no era muy largo, pero si muy oscuro, la humedad resbalaba por sus paredes convirtiendo el suelo en un lodazal. Al salir de nuevo a la luz, por decenas nos recibieron los colibríes, que de flor en flor, centelleaban su arco iris de colores.
La tarde avanzaba con rapidez y el sol comenzó a negarnos su calor. Yo seguía obsesionado con el frío, con cada nuevo jadeo, el aire cortante me hacía arder la garganta. Tuve la suerte de no asorocharme por la altura de aquella sierra. Por la noche muy cerca de mí, en busca de calor, sufriendo en silencio estaba Kori, a la que veía más niña de lo que era, con susto en la cara y esporádicos temblores de miedo y frío. Murmuró algo en sueños, luego caí también rendida por el cansancio.
Tras la noche comenzó un día de descanso, a media mañana escuchamos el sonido del Pututu. Era el aviso de que el Chasqui estaba llegando -así prevenía con tiempo- al que tenía que tomar su relevo hasta el próximo Tambo, y convocaba a todos los habitantes que se congregaban para escuchar las noticias que traía.
Durante la noche y la mañana siguiente, sopló un viento embravecido, levantando torbellinos de nieve que nos golpeaba las mejillas y disminuían la visibilidad. Al salir lo encontramos todo nevado, el cielo estaba tan cerrado que la luz del sol apenas lo atravesaba, por supuesto, ningún rayo iluminaba el paisaje. Descubrimos lo duro y difícil que era caminar sobre la nieve que nos cubría hasta la rodilla y pensé en el Chasqui que esa misma mañana, había salido para hacer su trayecto.
De pronto un tremendo ruido, rompió el silencio, caminábamos en la mitad de una ladera y en la cima comenzó el rugir de una avalancha, grandes extensiones de nieve se deslizaban hacia nosotros, arrastrándolo todo, rocas, arbustos y animales. Conforme avanzaba la gran nube de nieve, temimos que nos alcanzara, no podíamos hacer nada. Kori me gritó situándose al amparo de una roca y junto a ella nos acurrucamos varias jóvenes, la avalancha llegó casi inmediatamente, vimos cómo arrastraba a los que iban en la cabeza de nuestra caravana, no se oía nada más que el estruendo, apenas se les veía gesticular arrastrados ladera abajo. Nosotras permanecimos atónitas viendo como una pequeña parte de nieve nos pasaba por encima. Con la misma rapidez con que surgió el ruido, se hizo el silencio, entonces comenzaron los gritos de los soldados tratando de organizar la caravana.

Habíamos tenido mucha suerte, solo unos pocos murieron cubierto de rocas y nieve. El camino había desaparecido, además no se podía avanzar sobre tamaña cantidad de nieve que como en arenas movedizas nos podíamos hundir en la nieve, y allí nos quedamos paralizados. Tal vez al día siguiente, la nieve se congelaría y difícilmente sería posible continuar.
Todos nos reagrupamos cerca de las rocas para pasar la noche, antes de dormir protegida por el calor de otros cuerpos, volví a pensar en mi Aldea y en la triste situación en la que nos encontrábamos.
Allí permanecimos tres días y nos llenamos de alegría cuando, a la vista de la situación, nos alentó el Jefe.
-Ánimo, en solo dos o tres jornadas llegaremos al Cusco.
Cuando reanudamos la marcha, con la tarde ya avanzada, mientras el sol se suavizaba, divisamos una ciudad a lo lejos, de ella nos separaba un profundo barranco por el que descendía el camino para luego zigzagueando ladera arriba llevarnos a la meta. Desde una pequeña loma, barruntamos la ciudad con sus relucientes palacios, nos quedamos maravillados. Se presentaba ante mis ojos la panorámica más asombrosa que había visto en toda mi vida: El Cusco.

Desde donde estábamos, ayudé a distinguir a Kori, los palacios con sus grandes fachadas de piedra y fuera de la ciudad las chozas de los campesinos y transeúntes.
El Jefe de la caravana nos detuvo a todos y exclamó emocionado:
-Desde aquí se ve mi casa. Veis los tres ríos que rodean una pequeña colina sobre la que se recuesta la ciudad, a semejanza de un puma. Todos sabemos que la cabeza es la fortaleza de Sacsayhuamán y el corazón el Koricancha.
El espectáculo que contemplaba era más grandioso de lo que nunca yo había imaginado. Alrededor de una gran plaza, las fachadas, adornadas con placas de oro, centellean con la vida que les daba el sol del ocaso.
-Junto al Koricancha está el palacio del Inca y el de las Vírgenes del Sol -siguió informándonos- Pasaremos la noche en una cueva de la ladera y mañana llegaremos a la ciudad.
