Vuelta de Paku: D. Francisco del Virú 

Vuelta de Paku 1551.

Wayamara: Narradora.

De cómo cambió la vida en nuestra Aldea.

Cuando volví a la Aldea, después de pasar varios años en Trujillo, me recibieron con una gran fiesta. Yo era la heredera de la MAMA-COYA Sulata y aunque ya se veían multitud de cambios, todavía algunas de nuestras tradiciones se conservan. Mi situación era muy extraña, tenía ya más de 16 años, pero no estaba casada y por tanto, no tenía una casa en la Aldea. Mi madre, Sulata, se había vuelto a casar y ya tenía otras hijas, la mayor, hasta estaba casada aunque no tenía hijos.

En Trujillo, en todo momento, me habían tratado con cariño y hasta con delicadeza, pues Doña Angélica pasaba por una situación parecida a la mía, también había sufrido con su marcha de España y con frecuencia, añoraba a sus padres y otros familiares que habían quedado muy lejos o se ensimisma, con frecuencia recordando costumbres y hasta el clima del país donde había pasado su infancia y juventud. Cuando acá era verano allá estaban celebrando la Navidad y como ella recordaba, con frecuencia en esa época nevaba, cosa que aquí solo sucedía en la sierra; yo jamás había visto la nieve y sabía de las nevadas lo que me contaban los que venían con la caravana de la sal. Doña Angélica intentaba comprender y trataba de explicarme las razones de ese hecho, que nos abrumaba a ambas.


Unos meses después, nació el primer hijo de la familia, y yo me encargué de cuidarla, fue desde muy pequeña una niña revoltosa y constantemente tomaba cosas y se la llevaba a la boca, para mí fue como una de las hermanas que había dejado en la Aldea. La llamaron en el bautismo: Isabel fue el momento en que me explicaron ese rito de su religión, y yo empecé a pensar que tal vez sería necesario bautizarme, para integrarme más en su cultura, además me explicaron que el Inca Atahualpa se había bautizado pues antes de consumarse la condena, el Sapa Inca lo aceptó para qué le cambiarán la pena. Le ofrecieron la muerte por garrote vil, si Atahualpa consentía en ser bautizado, este era un modo más digno de morir, pues el reo permanecía sentado, cuando desde atrás con una soga lo estrangulaban, le ahorraban la indignidad de patalear inconscientemente, como sucedía en la muerte en la horca. El Inca lo aprobó, pues quería conservar su cuerpo, pues en la religión incaica, creían en la vida después de la muerte y la conservación de los restos era fundamental para acceder a la nueva vida. Atahualpa asumió el nombre de Francisco Atahualpa en honor a Francisco Pizarro.

Sus últimas peticiones a Pizarro fueron que sus restos fueran transportados a Quito y que tuviera compasión por sus hijos. También se había bautizado su hermana, fue bautizada por el rito cristiano, donde se le impone el nombre de Inés, en recuerdo de una hermana de Francisco Pizarro, se casó con Pizarro por el rito inca.

Por todas estas cosas, cuando estaba a punto de volver, queriendo que mi vuelta a la Aldea fuera lo menos complicada posible, se lo pregunté a mi madre por medio de un emisario, que de vez en cuando nos ponía en comunicación. Ella me dijo:

-Si quieres, no me parece mal que te bautices, pues eso no puede ser un problema, tu padre estaba bautizado, y no por eso dejó de ser una buena persona en todas los acontecimientos de su vida.

Decidí hacerlo y me dieron el nombre de Wayamara-María

Al llegar a la Aldea fueron muchas las sorpresas que me esperaban, por ejemplo, me equivocaba pensando que debería quitarme la ropa que llevaba, por ser del estilo de los conquistadores: el corpiño y la falda larga; para que no hubiera problemas nada más llegar, en casa de mi madre, me puse la túnica propia de los de la Aldea.

Se reunió el Consejo de Madres y decidieron que mi caso era especial, que no debía hacer la hipocresía de renunciar a mi manera de vestir y de vivir. Construirían una casa al estilo de los conquistadores, con mesas, sillas y camas. Solo en las ceremonias debería vestir las ropas rituales.

Mi trabajo sería escribir la historia de nuestro pueblo, pues era la única que sabía leer y escribir en el nuevo idioma, sería una misión muy importante a la que debía dedicar todo mi tiempo, me daba la oportunidad de conversar con los ancianos para matizar los recuerdos de mi infancia. Se trataba de que mis escritos reflejarán, fielmente, las narraciones transmitidas desde el comienzo de nuestra aldea junto al río Virú.

Una de mis fuentes más importantes para conocer nuestra historia era mi abuelo Kinu al que con frecuencia acompañaba procurando que recordara antiguas narraciones.

El Virú llegaba con el agua de las primeras lluvias que, en ese sitio se remansaba, después de haber tronado en las cascadas. Le llamé acercándome y vi como mi abuelo Kinu removía las brasas, saltaron algunas chispas y se reavivó la hoguera. Sintió un escalofrío pues ya era agosto y a orillas del río se notaba la bajada de temperatura.

-Abuelo, Abuelo.

Él apenas me podía ver, pues ya anochecía y además a sus ojos los entorpecía la neblina de tantos años y tantas visiones.

! Cuántas cosas habría visto¡

-Abuelo, -le dije- ya te estamos esperando para comer.

El abuelo me miró como si nunca me hubiera visto.

-Coge la manta y vamos -me dijo, levantándose.

De la mano, los dos nos encaminamos a la Aldea, mi abuelo renqueando a causa de antiguas heridas.

Unos perros silenciosos nos acompañaban con sus cabriolas.

Durante muchos días platiqué con los ancianos de la Aldea, sus recuerdos están recogidos en este Manuscrito, ya solo me resta consignar las historias que me contó Paku, aquel muchacho hijo de Ayka (Mujer afable en el trato), que se marchó con unos españoles.

Si mi vuelta fue origen de muchas mudanzas, la visita de D. Francisco del Virú, ocasionó una auténtica revolución.

Llegó a la Aldea con un séquito de 9 personas: su mujer, sus cinco hijos, el secretario y dos doncellas, además traían dos caballos y varios asnos cargados con regalos para la Aldea.

Su mujer: Doña Pilar, hija legítima del capitán extremeño D. Pedro Méndez y de doña Elena, la hija de un cacique de Cajamarca. Era una mestiza de cara hermosa, menuda y robusta, genio fuerte pero de risa fácil, con el pelo lacio y los ojos rasgados. Se movía con la soltura que da la seguridad, le gustaba usar la ropa de las mujeres de los conquistadores con algunos detalles de su pueblo natal: cintas de colores, aretes y muñequeras. Su estampa era peculiar, pero muy atractiva, en la Aldea fue muy comentada su manera de ser y su jovialidad con facilidad se ganó la confianza de las madres.

Sus hijos: Pedro, Isabel, Rosa, Luis y Pilar

El secretario: Don Íñigo López, un joven extremeño recién llegado de España, su padre le había encomendado a D. Francisco del Virú, que lo educara en la nueva tierra. La primera impresión nos alarmó, al ver su rostro serio y sus ademanes comedidos y envarados, pero no tardó mucho en tomar confianza con los jóvenes. Pareció como si se abriera un baúl con regalos, empezó a bromear y hasta coquetear con las jóvenes, consiguiendo casi parecer uno más en la Aldea

Las doncellas: Julia y Enriqueta, dos nativas bautizadas, del pueblo de doña Pilar, que se encargaban de sus hijos y de su casa. Y a las que doña Pilar quería españolizar, las dos eran muy espabiladas y ya sabían leer, escribir y contar.

Lo primero que hizo D. Francisco fue presentarse en la casa de la MAMA-COYA Sulata, ante ella se quitó el sombrero, haciendo una gran reverencia -los niños empezaron a imitar ese modo de saludar- le pidió permiso para ser recibido en la Aldea, luego Doña Pilar entregó a la MAMA-COYA una vestidura de seda verde turquesa con brocados de oro, plata y piedras preciosas. Me maravilló lo majestuoso que era ese atuendo cuando en algunas fiestas lo usó la MAMA-COYA, realmente era un vestido digno de nuestra MAMA-COYA. Mi madre, Sulata, nos había enseñado a aceptar la nueva cultura con espíritu tolerante, pero sin renunciar a nuestras raíces, esa era la imagen que reflejaba. Bajo su capa multicolor de lana de vicuña se puso el vestido de seda turquesa. Lo antiguo y lo nuevo.


Paku (D. Francisco del Virú) luego se dirigió a la casa de su familia, le recibió su hermana Illawara, la que le acompañó en aquel viaje donde encontraron a los viracochas y murió su madre. Le reconoció rápidamente y le abrazó emocionada, le comunicó de la muerte de su madre en el viaje de vuelta y de su padre. También a ella, Doña Pilar, le regaló telas de seda muy apreciadas y adornos para las hijas.

Platicando con su hermana les encontré, pues hasta entonces no me había enterado de su llegada -estaba en el río- volví corriendo y me presenté. Había oído hablar de ellos en muchas ocasiones, pero no les conocía, pues hasta ahora no habían venido por la Aldea ni coincidí con ellos en Trujillo. Cuando yo viví en esa ciudad, él se habían marchado a la Ciudad de los Reyes con Pizarro.

Paku (Hombre inteligente), era un hombre de unos 50 años, recio y bien parecido, la versión masculina de Illawara, y como ella risueño y decidido. La frente alta y los pómulos marcados, los labios carnosos y los ojos de mirada sagaz y penetrante. Se presentó vestido a la usanza española, en casa de su hermana, se puso la ropa de nuestra Aldea, decía sentirse muy orgulloso de vestir como sus antepasados. Sobre el pecho llevaba, engarzada en una cadena de oro, aquella piedra que le entregó su madre de su tesoro infantil y que él había llevado siempre como un recuerdo de su origen.

Al pueblo le regaló los dos caballos, macho y hembra. Los jóvenes se aficionaron mucho a ellos, y Don Iñigo les enseñó a montar. Todos nos admirábamos al ver aquellos caballos, altos y lustrosos, cabalgando por los alrededores de nuestra Aldea. Enseguida destacaron Kusirimay (La de alegre hablar) y Lariku (Indómito, ni se inclina ni humilla) como buenos jinetes, pero todos los demás, también se interesaron y muchos llegaron a montar con soltura.

Desde mi casa podía verlos cabalgar por la ribera del río, atenta a las evoluciones de los caballos que las chicas y los chicos jóvenes cada vez dominaban con más destreza. Todos cayeron al suelo muchas veces -era cierto- aunque sin consecuencias graves, hasta que fueron dominando la técnica. Según me dijeron a la yegua la llamaron: Río, era magnífica, casi blanca apenas una manchas negras en la frente y junto a las pezuñas delanteras, y al otro: Virú, un brioso caballo tostado, siempre nervioso pero noble.

Por aquellos días fueron muy frecuentes mis conversaciones, a veces a solas, con D. Francisco, necesitaba escribir sus opiniones. Él había vivido muy de cerca con aquellos españoles y sabía muy bien lo que pensaban, yo solo conocía a mi padre y la familia de Doña Angélica.

Le pregunté directamente:

-¿Qué es lo que piensas de los conquistadores españoles?

-Los que llegaron en estos primeros 50 años, eran los malvados y malditos de la sociedad de España, mendigos y maleantes, en algunos casos con delitos graves, llegaron huyendo para refugiarse en las nuevas tierras. A otros solamente le movía el deseo de progresar en los estamentos sociales, que en España eran muy rígidos y aquí todo era distinto. Por supuesto que también vinieron los que eran movidos por la religión, en un deseo de extender su doctrina por el Nuevo Mundo, pero eran los menos.

Uno de aquellos primeros, al que llegué a conocer con más profundidad, me contó su experiencia.

-Cuando llegué hasta por las noches soñaba con el oro. De dónde vengo se suele decir: Poderoso caballero es don dinero. La pobreza me había golpeado muchas veces. Al llegar aquí los fracasos, vividos o escuchados, me fueron minando la esperanza, alcanzar los tesoros se aplazaba en el tiempo o se desplazaba de un lugar a otro, pues era tan grande y desconocida la nueva tierra. Y sí cien pasos más allá, detrás de aquellas lomas, se encontraba una mina de oro, si otro llega antes, yo lo perdía. No se podía perder el tiempo, ni siquiera dormir. Aquí sí que el tiempo es oro. ¿Dónde estaba esperándome el tesoro? También es realmente frustrante tener éxito, en una ocasión llegué a poseer kilos de oro, hasta 16 kilos, pero el oro no se come ni siquiera calienta ante el frío y comprando lo que se necesitaba, se gasta rápidamente.


-¿Cómo se explica -pregunte a Paku- el coraje de esos primeros conquistadores, siempre dispuestos a sacrificios inhumanos por seguir adelante?

-Por un lado las informaciones, más o menos, fantasiosas, por otro los hallazgos de algunos tesoros, dio pie a que enraizaran con fuerza algunas leyendas antiguas, había muchos mitos culturales en la España de esa época: la Fuente de la Eterna Juventud, el Monte de Oro y hasta El Dorado. Al ver la riqueza de estas tierras, su grandeza y fecundidad no les resultó difícil pensar que aquí se podían hacer realidad sus más quiméricos deslumbramientos. Ese fue el motor que le llevó a hacer auténticas proezas, a cruzar desierto y selvas, a subir a las grandes montañas atravesando los Andes, en una búsqueda alucinante de metas imposibles.

-¿Eran muy pocos para enfrentarse a los ejércitos de los nativos -le sugerí- y además llegaron a pelear con frecuencia entre ellos?

-Las conquistas no las hicieron soldados disciplinados, sino gente, en su mayoría, sin ninguna experiencia militar. Se organizaron como grupos de bandoleros, en torno a aquellos que, por tener dinero, suerte o valor personal, se convirtieron en jefes. Crearon con estos aventureros, una organización equiparable a un ejército, que se lanzaba a pelear por el oro con la desesperación del hambre. Porque eran pobres, muy pobres todos y casi todos con su honor cargado de deudas, quien no debía su espada, tendría que responder por su coraza, pues para equiparse se habían endeudado. Las riquezas que robaban no eran nunca suficientes, además los repartos de botín con frecuencia no parecían justos, además aquellos hombres perdían fácilmente el botín recibido, apostando en multitud de juegos de azar, o se le gastaba muy rápido, pues las cosas apremiantes, inevitablemente se vendían al precio de kilos de oro: un caballo, una espada toledana, zapatos de cuero, se convirtieron en bienes más preciados que el oro y la plata. Eran frecuentes las peleas sangrientas, los odios y las envidias entre los conquistadores.


-D. Francisco-le pregunté- ¿Llegaste a conocer a D. Francisco Pizarro?

-No solo le conocí, sino que durante mucho tiempo fui uno de sus secretarios, y le acompañaba con frecuencia en los encuentros con nativos. El Marqués, Don Francisco Pizarro, era una persona harto curiosa, por su personalidad se había convertido en el Jefe de la expedición al Perú, tenía una fuerte ascendencia sobre aquellos hombres, sabía qué decir y cómo, en las situaciones extremas en la que se encontraban con frecuencia, pero al tratarlo más de cerca se descubría su profundo complejo de inferioridad. Al no saber leer ni escribir, se sentía limitado e inferior a otros muchos de sus subordinados. Eso hizo que yo me situara a su lado, y cada vez confiara más en mis opiniones, yo era un nativo, de ninguna manera le podía hacer sombra, pero le servía en el trato con los caciques y escribiendo sus cartas, leyendo los mapas, en resumen siendo su inteligencia, en las situaciones complicadas.

Durante el trayecto a Cajamarca, Pizarro le envió un mensaje a Atahualpa, señalando que iría a encontrarse con él y otorgarle su saludo. Llegamos a la ciudad, la encontramos totalmente vacía y abandonada. El inca y sus súbditos habían marchado para celebrar una fiesta de Inti a los Baños, un pueblo a pocos kilómetros. Pizarro mandó que todos permanecieran en la plaza, hasta que llegara el Inca, y se dispuso a estudiar la defensa.

La plaza era mayor que ninguna de las que habían visto en España, toda cercada y con solo dos puertas, por las que se salían a las calles del pueblo. Las callejuelas eran de más de doscientos pasos en largo, muy derechas, cercadas de tapias fuertes.

Impaciente por la espera, Pizarro envió dos embajadas para saludar al Inca que fueron muy bien recibidas, pero Atahualpa no se dignaba acudir a donde había quedado con los españoles. Entonces Pizarro dedicó la espera a distribuir a sus leales en los edificios que rodeaban la plaza.


El Inca por fin nos informó, a través de un heraldo, que al día siguiente, iría a reunirse con nosotros, ese fue el primer gran error de Atahualpa, pues si les hubiera recibido en los Baños, rodeado de su ejército, aquellos extranjeros habrían penetrado dentro de la multitud de soldados incaicos y encerrado con facilidad, pero eso no sucedió.

Los 165 españoles descubrieron, como desde la tarde, las laderas de los montes cercanos, se llenaban de hogueras, parecía que miles de soldados incaicos iban rodeando la ciudad donde nos encontrábamos. Entre los Españoles cundió el pánico, empezaron a pensar que aquella jornada terminaría en trágica derrota. Como luego nos enteramos, no todos los que rodearon Cajamarca eran incaicos, también había enemigos de los incaicos: chimús, chachapoyas y algunos cañaris, que esperaban ver cómo se desarrollaba la lucha, dispuestos a favorecer a los españoles y así sacudirse el yugo del Imperio Incaico.

Pizarro había dividido sus huestes en cuatro grupos y todos estaban escondidos en los edificios que rodeaban la plaza.

En el primer cobertizo esperaba Hernando Pizarro con catorce o quince jinetes.

En el segundo estaba De Soto con quince o dieciséis caballos.

En el tercero se situaba un capitán con otros tantos soldados.

En el cuarto, Francisco Pizarro esperaba con veinticinco efectivos de a pie y dos o tres jinetes.

En medio de la plaza, en un fortín de madera estaba el resto de la gente con Pedro de Candia y nueve arcabuceros, más un falconete que al ser más grande y pesado, podía lanzar piedras como balas, de más de un kilo.


Cuando al día siguiente, se presentó el Inca llevado por sus nobles sobre un trono de oro, tal vez, creyendo que esa manifestación de esplendor, convencerán a los españoles de su auténtico carácter divino.

Entró el Inca en la plaza después de que algunos de sus soldados la ocuparan parcialmente, dejando el grueso de su ejército en las afueras y se sorprendió de hallarla vacía. Al preguntar a sus nobles por los españoles le dijeron:

-Se ve que están muertos de miedo, parece que permanecen escondidos en los barracones.

Fue entonces cuando el dominico Valverde con una cruz entre las manos acompañado por Martinillo, el intérprete, avanzó con mucha solemnidad, y pronunció el requerimiento formal a Atahualpa de abrazar la fe católica y servir al rey de España, al mismo tiempo que le entregaba el evangelio. Atahualpa no podía suponer que su gesto de arrojar al suelo aquel objeto desconocido (le habían dado una Biblia diciéndole que era la palabra de Dios, él se lo puso al oído y no oyó nada) iba a originar la ira de los españoles.

El diálogo que siguió fue narrado de modo distinto por algunos testigos.

Posiblemente la tremenda angustia vivida en esos instantes, impidiera recordar después las frases exactas, que se cruzaron entre los diversos actores de la tragedia. Muchos piensan que Atahualpa cometió algunos errores, el más importante: acudir a Cajamarca llevado por sus nobles en una imponente parihuela de oro. Desde esa posición elevada dominaba la situación, pero era muy visible, así Pizarro y los suyos lo localizaron fácilmente. Tras el Inca en otra parihuela era llevado el Curaca de Chincha; eso hizo que en un momento Pizarro titubeara, no sabiendo cuál de los dos era el Inca. Los españoles se encaminaron a por los dos: ordenó a Juan Pizarro dirigirse hacia el Curaca y él y sus soldados avanzaron hacia el que pensaba y acertó: era el Inca.

Pizarro dio la señal de ataque: los soldados emboscados empezaron a disparar y la caballería cargó contra los desconcertados e indefensos nativos. El silencio cargado de amenazas se transformó en la más tremenda de las algaradas. Estalló el trueno del falconete y retumbaron las trompetas, era el aviso para que los jinetes salieran al galope de los barracones. Sonaron los cascabeles, atados a las patas de los caballos y los disparos ensordecedores de los arcabuces: los gritos y alaridos se generalizaron. En esta confusión, los aterrados indígenas, en un esfuerzo por escapar, derribaron una pared de la plaza y lograron huir. Tras ellos se lanzaron los jinetes dándoles alcance y matando a los que podían, mientras otros morían aplastados por las sucesivas avalanchas humanas. Desconcierto y caos.

En ese instante, Juan Pizarro, se abalanzó en dirección del señor de Chincha y lo mató sin que pudiera bajar de sus andas.

Por su parte, Francisco Pizarro con sus soldados masacraron a los nobles incaicos que sostenían el anda del Inca. Al ver la situación, un español sacó su cuchillo para ultimar a Atahualpa, pero Pizarro se lo impidió con un manotazo, por eso terminó con una herida en la mano al proteger al Inca: nadie podía dañar al Inca, intuía que la vida del Soberano le podía resultar más útil que su muerte. Por fin, los españoles agarraron por un costado la parihuela, lograron volcarla y apresaron al soberano.


Al cabo de media hora de matanza, yacían muertos en la plaza varios centenares de nobles nativos, junto con miles de nativos mientras que el Inca estaba prisionero. Aquella noche en medio de los lamentos y la euforia, tal ver Pizarro se acordó de Hernán Cortés, del que había aprendido una nueva arma de guerra: si capturaba al rey divinizado, sus súbditos quedarían desconcertados.

En aquel nefasto 16 de noviembre de 1532, había terminado para siempre el Tahuantinsuyo, el Imperio de los Incas se fue desmoronando sin que nadie hubiera previsto tal fin.


- ¿Cómo es posible esa relación entre Atahualpa y Pizarro?

-Tengo para mí que entre Atahualpa y D. Francisco surgió una mutua admiración, a D. Francisco le sorprendía la absoluta seguridad que demostraba Atahualpa y a este, la autoridad que emanaba de los gestos y decisiones de Pizarro. En una ocasión, tuve oportunidad de preguntar a Atahualpa por qué se presentó en Cajamarca con tanto descuido en su protección y él me confió:

-Cuando nos llegó el mensaje de que los viracochas se acercaba a Cajamarca, mis consejeros me recomendaron atacar, pues eran muy pocos, nuestra confianza era tan grande que, uno de los jefes de mi guardia, me aseguro que con doscientos soldados, los mataría a todos, pero ¿Y si eran los viracochas? ¿Y si no tenían actitud hostil? No podía arriesgarme, necesitaba conocerlos con mis propios ojos. Marche a los Baños a hacer una ofrenda especial a Inti. Si eran los viracochas me reconocerían como hijo del Sol, pues ellos también serían hijos del Sol. Lamentablemente se dieron demasiados malentendidos cuando nos encontramos. Tal vez era totalmente imposible un acuerdo que nos hubiera beneficiado a todos. Y no es verdad, como algunos españoles dicen, que llegamos a Cajamarca demasiado bebido, si es verdad que salimos de los Baños después de una ceremonia al Sol, pero en la que todos no bebimos demasiada chicha, tan escasa nuestra resistencia por la sorpresa y el tumulto de un día aciago.

-Asombroso -exclamó Paku- ¡Atahualpa seguía todavía soñando con alguna solución!

El Inca seguía convencido de su carácter divino, aunque pienso, que cuando estando prisionero, mandó matar a su hermano Huáscar y a toda su familia, empezó a dudar de su plena legitimidad para ser el hijo del Sol. Mientras desde distintos lugares del Imperio partían hacia Cajamarca miles de toneladas de oro para pagar el rescate de Atahualpa. Los aposentos no terminaban de llenarse de plata y oro. Los soldados que llegaron a Cajamarca con Almagro, cuando Pizarro empezaba a confiar en Atahualpa, le forzaron a que lo jugara y lo condenara a muerte. Tengo pruebas de que Pizarro confió en mí, más que en Don Diego de Almagro, que se dedicó a malmeter en ese momento decisivo. Decían que el ejército incaico se preparaba para matarlos.

Un día dos indígenas dijeron que venían huyendo, que el ejército estaba a tres leguas, y que en poco tiempo les atacarán sobre cincuenta mil guerreros. Pizarro estaba convencido de que si les atacaban, no podría resistir. Sus capitanes afirmaban que solamente si Atahualpa moría se podrían salvar, pero él dudaba porque le llegó a apreciar. Seguramente pensó mandarlo como rehén a España, más no había tiempo, dado que los guerreros se hallaban muy cerca de la ciudad. En tan dramáticos momentos, Quispesisa, que tenía 18 años, llegó a Cajamarca, donde estaba su hermano prisionero. Atahualpa para ganarse la simpatía de Pizarro, se la entregó como esposa, también seguía la costumbre incaica de establecer matrimonios para formar alianzas y poco después fue bautizada con el nombre de Inés Huaylas.

Las cosas se complicaron, Francisco Pizarro envió a su hermano Hernando fuera de Cajamarca pues pensó, que se opondría a esa muerte, ya que habían llegado a ser buenos amigos. Influenciado por Almagro, que consideraba necesaria la muerte de Atahualpa, para evitar rebeliones de los indios, tuvo que tomar la decisión de entablar un proceso donde se decidió condenar a muerte al Inca. Reunió un Consejo de Guerra, ante el cual Atahualpa fue acusado de fratricidio, idolatría, poligamia y de conspirar en contra del Rey de España. Fue condenado a morir en la hoguera, sentencia que se modificó por garrote vil. Pues Atahualpa se bautizó, con más o menos convencimiento, en el último momento de su vida. Yo vi como Pizarro, a sus 54 años, rompió llorar por tener que ejecutar a aquel hombre, el capitán curtido en tantas escaramuzas sangrientas, arrancó a llorar de dolor por tener que ajusticiar a quien había llegado a ser su amigo. Atahualpa fue juzgado y condenado a morir y al día siguiente se cumplió la sentencia. Sobre las siete de la tarde le sacaron de su habitación para llevarlo a la plaza mayor de Cajamarca. Por el camino preguntó:

-¿Por qué me matáis?

-Por haber mandado tu ejército sobre Cajamarca para destruirnos.

-Ese ejército que se acerca -respondió entristecido- apoyaba a mi hermano Huáscar, por eso lo mandé matar y los hombres que lo integran son mis enemigos.

Pero aquella explicación no sirvió de nada y lo llevaron hasta el lugar de la ejecución.

De esta forma terminó la vida del último emperador del Imperio Incaico, el décimo catorce de su historia y también el Último Shyri, rey de Quito y además fue el comienzo de la más espectacular conquista de un Imperio de más de diez millones de habitantes, más de tres millones de kilómetros cuadrados de extensión, conquista efectuada por 165 hombres españoles.

Pizarro lloró por la muerte de Atahualpa, y todos los años en el aniversario del asesinato, se retraía en su habitación pasando el día en soledad, meditabundo.


Yo siempre le fui leal aunque ahora que ha muerto y se han dividido los conquistadores en pizarristas y almagristas, yo soy neutral. Mi lealtad era a D. Francisco, al que debo todo lo que soy y tengo, pero no a los españoles, de los que también he recibido desaires y burlas cuando no atropellos y mentiras.

-¿Qué le debes al Marqués? -tercié con una pregunta tal vez malintencionada

-Yo a su lado aprendí tantas cosas. Él me hizo Hidalgo al nombrarme Secretario Escribano. Por eso soy el primer Hidalgo peruano. Yo poseo un Manuscrito firmado por D. Francisco Pizarro que me concede el Título. En su sociedad tener un título es manifestación de nobleza y puerta de acceso para todas las posibilidades. Y nosotros formamos ya parte de esa sociedad. Esta sociedad en la que hay muchas injusticias y no pocos agravios, pero mucho más abierta que la de nuestros padres. En la inmensidad del Perú, los conquistadores son muy pocos y cada vez somos más los que tenemos en nuestras manos el futuro y hemos nacido aquí, hija de un español como tú, Wayamara o mi mujer, Pilar, otros hemos recibido idioma y religión por lo que nuestra vida ha cambiado totalmente, mis hijos está creando una sociedad, espero que sea mejor, pero de lo que estoy seguro es que distinta.


Esas conversaciones con Paku, me fueron animando a dejar por escrito nuestra historia, pues tendrán que ser el fundamento de todo lo que se construya, más allá del Virú en el futuro.

Y con toda la información facilitada por el Secretario - Escribano Don Francisco del Virú y la que me aportaron, las ancianas y ancianos, después de cuatro años, estoy en condiciones de entregar el Manuscrito al Escribano Real, en la Ciudad de Trujillo y junto con el Manuscrito confió, una Carta para poner en antecedentes a los futuros lectores del Manuscrito.

Me siento cohibida pues no conozco a los que en estos momentos leen mi escrito:

-Además ¡Cuánto tiempo habrá pasado desde el momento en que confié este Manuscrito al Escribano Real de Trujillo, el año de Nuestro Señor: 1563!

Con todo respeto me dirijo a ustedes, los futuros lectores, para agradecerles su comprensión, ya que yo no soy un Escribano, y además, mis conocimientos del castellano son muy limitados. Pero puedo jurarles que todo lo que este escrito contiene, responde a la más estricta verdad de lo que nos aconteció, en aquellos años tan extraordinarios en la historia de mi tierra.

Espero haber sido útil en la defensa de mi Aldea, pidiendo perdón si alguna de nuestras palabras han podido ofender o molestar, manifiesto con todas mis fuerzas que nunca ha sido esa mi intención.

Quiero terminar con un recuerdo agradecido a mis padres: la MAMA-COYA Sulata y Don Diego de Villamayor, que me supieron transmitir el deseo de reconocer la importancia de respetar los deseos y opiniones de todo el mundo, tratando de unir siempre que se pueda, en beneficio de la paz y la concordia.


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